viernes, 13 de enero de 2017

El extranjero


Empieza con un óbito y finaliza con los preliminares de otro. Esta novela no podía ser concebida de otro modo diferente a cómo la diseñó Albert Camus. En ella, el preludio lo ofrece la vida gris de un protagonista cuyas máximas ambiciones son las nacidas del deseo propio de vivir y dejar vivir. Saltos placenteros a los que se coge que van desde el reducido grupo de amigos a la amante que insiste en formalizar una relación que en absoluto le apremia ni considera necesaria. Un existencialismo al más puro estilo del observador que disfruta de cada momento sin cuestionarse grandes quimeras a resolver tanto terrenales como divinas. Y como siempre suele suceder, la rueda del infortunio decide girar por él sin haberlo solicitado. Una lúdica jornada de playa se ve enturbiada por la presencia de unos ajenos directos que buscan venganza en un amigo. Todo parece discurrir acorde con el guion de una trifulca sin más, hasta que el calor nubla las entendederas y las balas hacen acto de presencia. Un giro de ciento ochenta grados que lo somete al engranaje judicial como un acusado más y en el que no se siente especialmente culpable. Acaba pareciendo que es el espectador de un espectáculo que lo tiene por protagonista y las salidas de tono del juez tachándolo de impío le confieren a la narración la cicuta de todo sentimiento agnóstico. La ley sigue su curso y entre el fiscal inmune al desaliento y el abogado defensor acomodado en su papel de perdedor, nuestro amigo, sigue hacia un final previsible. Como no podría ser de otro modo, a modo de consolador, un sacerdote le conmina a arrepentirse para limpiar su alma y es incapaz de aceptar que no admita dicho consuelo. No concibe la vida sin el temor a Dios y ahí se le desmontan todos sus planteamientos mientras está a punto de convertirse en una nueva víctima por su insistencia. Final abierto, o mejor, segado, por la caída de la hoja de la guillotina en la que se rebana completamente los planteamientos sociorreligiosos de una sociedad que sigue sin aceptar un no por respuesta por parte de los descarrilados miembros de la misma. Un argumento en el que la muerte no se plantea como final de nada sino más bien como principio de todo. Una muerte simbólica más allá del texto que sería capaz de tambalear los cimientos de un status quo que sigue feliz ante la inacción. Regusto a verdad al acabar su lectura y cierto rictus sarcástico al comprobar cómo el cadalso del día a día nos finiquita y seguimos siendo incapaces de gritarle “basta”.  

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