El extranjero
Empieza con un óbito y finaliza con los
preliminares de otro. Esta novela no podía ser concebida de otro modo diferente
a cómo la diseñó Albert Camus. En ella, el preludio lo ofrece la vida gris de
un protagonista cuyas máximas ambiciones son las nacidas del deseo propio de
vivir y dejar vivir. Saltos placenteros a los que se coge que van desde el
reducido grupo de amigos a la amante que insiste en formalizar una relación que
en absoluto le apremia ni considera necesaria. Un existencialismo al más puro
estilo del observador que disfruta de cada momento sin cuestionarse grandes
quimeras a resolver tanto terrenales como divinas. Y como siempre suele
suceder, la rueda del infortunio decide girar por él sin haberlo solicitado.
Una lúdica jornada de playa se ve enturbiada por la presencia de unos ajenos
directos que buscan venganza en un amigo. Todo parece discurrir acorde con el
guion de una trifulca sin más, hasta que el calor nubla las entendederas y las
balas hacen acto de presencia. Un giro de ciento ochenta grados que lo somete
al engranaje judicial como un acusado más y en el que no se siente
especialmente culpable. Acaba pareciendo que es el espectador de un espectáculo
que lo tiene por protagonista y las salidas de tono del juez tachándolo de
impío le confieren a la narración la cicuta de todo sentimiento agnóstico. La
ley sigue su curso y entre el fiscal inmune al desaliento y el abogado defensor
acomodado en su papel de perdedor, nuestro amigo, sigue hacia un final
previsible. Como no podría ser de otro modo, a modo de consolador, un sacerdote
le conmina a arrepentirse para limpiar su alma y es incapaz de aceptar que no
admita dicho consuelo. No concibe la vida sin el temor a Dios y ahí se le
desmontan todos sus planteamientos mientras está a punto de convertirse en una
nueva víctima por su insistencia. Final abierto, o mejor, segado, por la caída
de la hoja de la guillotina en la que se rebana completamente los
planteamientos sociorreligiosos de una sociedad que sigue sin aceptar un no por
respuesta por parte de los descarrilados miembros de la misma. Un argumento en
el que la muerte no se plantea como final de nada sino más bien como principio
de todo. Una muerte simbólica más allá del texto que sería capaz de tambalear
los cimientos de un status quo que sigue feliz ante la inacción. Regusto a
verdad al acabar su lectura y cierto rictus sarcástico al comprobar cómo el
cadalso del día a día nos finiquita y seguimos siendo incapaces de gritarle
“basta”.
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