El código da Vinci
Bueno, pues nada, otro superventas,, otro vellocino
de oro del que colgarse para dar paso a una ficción más o menos creíble. Pues
vale, si de eso se trata, vale. Si las líneas que separan las páginas son lo
suficientemente espaciadas, si los capítulos funcionan al ritmo de motores
multiválvulas del argumento, si la escena empieza en el Louvre y va
desplazándose por Paris hasta acabar en Escocia, qué más da que sea su calidad
sublime. El tema está tratado desde la doble vertiente matemática e histórica
que de cuna progenitora le viene a Dan Brown y hace bien en sacarle partido.
Fuera reflexiones sesudas y a dejarse llevar como si fueras el testigo de un
James Bond protagonista. Aportaciones al número fi que te remiten a la caja de
costura en busca de una cinta métrica para comprobar su teoría no dejan de
darle colorido a esta novela pseudopoliciaca vertiginosa. Aquí todo vale si
encaja con el tan manido asunto de la paternidad de Jesucristo. Parece
necesario acercar al nivel de hombre a quien se declaraba hijo de Dios y dejar
constancia del seguimiento de su sangre real en los sucesivos descendientes de
Él y María Magdalena. Automáticamente te viene a la memoria toda la literatura
que se ha escrito al respecto y sigues sintiendo deseos de visitar los
escenarios por donde transitaron estos banqueros-guerreros-misioneros-ascetas. Empiezas
a entender cómo la fantasía necesita de nuevos acicates que casi siempre miran hacia
atrás como buscando fe, y no solamente religiosa. Rememoras las leyendas
masónicas que tantas veces te fueron contadas a hurtadillas y sigues pensando
que Da Vinci tuvo que ser uno de ellos, o no. Qué más da, si lo verdaderamente
importante es dejarte llevar por la vorágine de la novela que te ha de durar
escasamente dos tardes de intensa lectura invernal. Sabes que pronto, antes de
lo que el propio editor pudiera sospechar, la novela dará paso a la película, y
con ello el corolario del éxito habrá rubricado a la obra. Sucesivas secuelas
que irán del cataclismo a la esperanza entre turbios intereses vaticanos que
tanto se prestan a argumentos similares. Ya has cumplido con el papel que te
sitúa como lector entre lectores de lecturas consumibles y respiras aliviado.
Nadie te podrá tildar de exquisito ni falta que hace, en un mundo en el que las
medianías se elevan a los altares de las letras. Momentos habrá para
reconciliarse con la buena literatura. Pero reconozcámoslo, una tarde de
invierno, con el gris del cielo por compañía, igual precisa de una lectura que
no indigeste el café de la sobremesa.
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