lunes, 9 de enero de 2017


Las cenizas de Ángela



Las novelas autobiográficas suelen tener un plus añadido de aceptación. Es como si el lector se sintiese obligado a ser confidente de todas las vivencias ajenas y entre ellas salir en auxilio del o de los protagonistas a modo de Verónica enjugalágrimas. Porque ese es el segundo aditivo a tamaño experimento: la lástima. Una lástima, que no digo que no se ajuste a la realidad, pero que está barnizada con todo tipo de aditivos para hacerse presente. Alcoholismo paterno, enfermedades filiales, penurias económicas, rechazos familiares….vamos un todo en uno. Y en medio de todo ello un viaje migratorio inverso a los habituales que llevan a la familia en cuestión de Estados Unidos a Irlanda. Como si ya de por sí Irlanda no fuese la cuna del optimismo, allá que regresan a buscar entre las miserias un modo de subsistir. Entre tanto, la Segunda Guerra Mundial que viene a unirse al drama y el tiempo que va pasando para Frank que mantiene la esperanza de regresar al país que le vio nacer y buscarse un futuro halagüeño. Una y otra vez las vueltas de rosca del infortunio cebándose en la familia McCourt y el lector preguntándose dónde estará el límite a tanta desdicha. Empiezas a considerar privilegiados a aquellos que has conocido en la vida real, a aquellos que la vida les ha dado mandobles dolientes y que comparativamente con esta familia irlandesa, son unos afortunados por ser menores sus desgracias. Te imaginas cómo las verdes praderas de la isla se van tiñendo de nieblas no solo físicas y cómo los efluvios del lúpulo y las graduaciones del wiski, se suman al guión. Realmente no eres capaz de asimilar tanta bajada a los infiernos de la desesperación y el seguir leyéndola no tiene otro fin que el de buscar una salida más o menos liviana a tanto sufrimiento. Supongo que se da por válido el final de la obra cuando el propio autor protagonista, en su viaje de vuelta a la costa occidental del Atlántico, exclama un “¡Lo es!” para responder a la pregunta del acompañante referida al país al que regresan. Si ya las cenizas se apagaron con esta expresión, mi consejo es que a nadie se le ocurra leer la continuación. El propio título, “Lo es”, no deja de aventurarnos en una obra anodina, simple, vacía, que solo sirve para dar las gracias a las oportunidades que ofrece un país en el que dicen que todos los sueños e pueden realizar. Ni el viaje de ida, ni el de vuelta merecen la pena, por más que el primero obtuviera el visado del Premio Pulitzer. Aunque, como siempre, para gustos, los colores.      

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