jueves, 11 de octubre de 2018


1.       Don Emilio , el cura



Llegó casi de la mano del Concilio Vaticano II. Don Demetrio, su precursor, exhalaba las últimas bocanadas del penúltimo cigarro, ampliaba el espacio para su tonsura, archivaba los misales en latín y dejaba paso al nuevo párroco. Alto, de mirada y talle, vestía la preceptiva sotana que en aquellos tiempos era poco menos que obligatoria. Se instaló y con él se instalaron las nuevas formas venidas de las nuevas normas y todo comenzó a rodar. Reclutó a una decena de monaguillos y haciendo gala de una energía inusual dio paso a la puesta en escena de la renovación. Comenzó por los roquetes y continuó por los artesonados de la iglesia. Se abrió una lista con donativos a fin de adquirir el preceptivo órgano que diese toque de modernidad a las liturgias venideras. Semanalmente la actualización de la misma sacaba a la luz las aportaciones y en poco tiempo los sones nacidos desde el coro fueron inundando la nave en cada celebración de manos de Antonio Tinaut. Las vigas recobraron vida en el cruce aéreo y un inmenso telón rojo cubrió el frontal. Se adquirieron esculturas, cíngulos, casullas, palmatorias y los sesenta discurrieron conforme a la norma. Él, metódico, celebraba su misa diaria a la que asistían media docena de feligreses, y las tardes las dedicaba a la captura del barbo, del blasblas, o de cualquier otro ciprino de la Lastra. Los domingos anticipaba el rito en el Salto y a veces alguno le acompañábamos más por pasear en su Renault 7 que por estar movidos por la fe. Logró instalar unas canastas de minibásquet y dos juegos de camisetas intentaron hacernos soñar con ser lo que no éramos. Sus paseos con Roldán y Polica daban paso a la sobremesa y posiblemente los temas versaran sobre el discurrir del tiempo mientras el tiempo pasaba. Voz rotunda la suya que se expandía en cada sermón, en cada Evangelio de Jueves Santo, en cada letanía del rosario. Cubrió su camino y sin embargo siempre dejó tras de sí ese rebufo de distancia. Fue como si una niebla medianamente densa lo recubriera quizás para evitarle el dejar abierta la ranura por la que pudieran entrar las confianzas excesivas. Cumplió con su labor, se hizo de respetar, atendió con profesionalidad y credo a todo aquel que lo requirió, pero sigo preguntándome si realmente se dejó conocer o guardó para sí la esencia de su ser. Colgó de la percha del disgusto su hábito negro  abotonado y se fue sin alharacas ni estruendos. De sus lecciones aprendimos el significado de la corrección, el corolario del Quo Vadis y el sentido final de la convivencia no miscible. Puede que llevase razón aquella vez en la que nos hizo partícipes del “Antón Pirulero” en el Abrevaor a la sombra de los nogales. El estribillo rezaba que  ”… cada cuál que aprenda su juego, y quien no lo aprenda que pague una prenda” y posiblemente no supimos entenderlo del todo.               

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