1. Don Emilio , el
cura
Llegó casi de la mano del Concilio Vaticano II. Don Demetrio, su
precursor, exhalaba las últimas bocanadas del penúltimo cigarro, ampliaba el
espacio para su tonsura, archivaba los misales en latín y dejaba paso al nuevo
párroco. Alto, de mirada y talle, vestía la preceptiva sotana que en aquellos
tiempos era poco menos que obligatoria. Se instaló y con él se instalaron las
nuevas formas venidas de las nuevas normas y todo comenzó a rodar. Reclutó a
una decena de monaguillos y haciendo gala de una energía inusual dio paso a la
puesta en escena de la renovación. Comenzó por los roquetes y continuó por los
artesonados de la iglesia. Se abrió una lista con donativos a fin de adquirir
el preceptivo órgano que diese toque de modernidad a las liturgias venideras.
Semanalmente la actualización de la misma sacaba a la luz las aportaciones y en
poco tiempo los sones nacidos desde el coro fueron inundando la nave en cada
celebración de manos de Antonio Tinaut. Las vigas recobraron vida en el cruce
aéreo y un inmenso telón rojo cubrió el frontal. Se adquirieron esculturas,
cíngulos, casullas, palmatorias y los sesenta discurrieron conforme a la norma.
Él, metódico, celebraba su misa diaria a la que asistían media docena de
feligreses, y las tardes las dedicaba a la captura del barbo, del blasblas, o
de cualquier otro ciprino de la Lastra. Los domingos anticipaba el rito en el
Salto y a veces alguno le acompañábamos más por pasear en su Renault 7 que por
estar movidos por la fe. Logró instalar unas canastas de minibásquet y dos
juegos de camisetas intentaron hacernos soñar con ser lo que no éramos. Sus
paseos con Roldán y Polica daban paso a la sobremesa y posiblemente los temas
versaran sobre el discurrir del tiempo mientras el tiempo pasaba. Voz rotunda
la suya que se expandía en cada sermón, en cada Evangelio de Jueves Santo, en
cada letanía del rosario. Cubrió su camino y sin embargo siempre dejó tras de
sí ese rebufo de distancia. Fue como si una niebla medianamente densa lo
recubriera quizás para evitarle el dejar abierta la ranura por la que pudieran
entrar las confianzas excesivas. Cumplió con su labor, se hizo de respetar,
atendió con profesionalidad y credo a todo aquel que lo requirió, pero sigo
preguntándome si realmente se dejó conocer o guardó para sí la esencia de su
ser. Colgó de la percha del disgusto su hábito negro abotonado y se fue sin alharacas ni
estruendos. De sus lecciones aprendimos el significado de la corrección, el
corolario del Quo Vadis y el sentido final de la convivencia no miscible. Puede
que llevase razón aquella vez en la que nos hizo partícipes del “Antón Pirulero”
en el Abrevaor a la sombra de los nogales. El estribillo rezaba que ”… cada cuál que aprenda su juego, y quien no
lo aprenda que pague una prenda” y posiblemente no supimos entenderlo del todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario