sábado, 20 de octubre de 2018


Jarabe de Palo



Dieciséis o diecisiete años desde aquella primera  vez. Noche veraniega en los jardines de Viveros, adolescencia filial por compañía y  Los Delinqüentes  como teloneros de lujo. Dieciséis o diecisiete  años que han pasado en un suspiro y que volvían a ponerse de actualidad en la sala de conciertos una noche amenazadoramente lluviosa. Allá abajo, parapetados contra la barra y la escalera, esperando la aparición de Pau Donés para comprobar cómo le ha tratado  la vida. Expectantes, sin un hueco apenas sobre el que expandirnos, hizo su aparición con toda su banda. La coleta dejó de existir y a modo de casualidad o no, bajo sus trajes oscuros, unas llamativas camisas amarillas. Y todo comenzó de nuevo. Las canciones se sucedieron a modo de catarata pirenaica nacida de los deshielos del duelo interior que tantas veces se calla. Nada de dar pasos a las lástimas, sino más bien, al optimismo que sus letras destilaban y siguen destilando. Un sonido preciso, que fue capaz de rodear a la columna que a modo de invitada inoportuna se interponía. Hubo momento en los que los de abajo cantábamos y Pau simplemente nos hacía los coros o apoyaba con las congas. Allí había calor y el calor se compartía y mimetizaba. Echabas una mirada alrededor y comprobabas cómo más de uno hacía suya la canción de turno. Probablemente las fiebres pasadas  fueron aplacadas por este jarabe que sigue sin mostrar contraindicaciones. La complicidad saltaba del escenario a la pista y nadie fue capaz de esconder las vergüenzas que el olvido de las letras suele llevar como amenaza. Varias generaciones reunidas en torno a quien sabe que la cercanía es un plus con aquellos que te siguen. Miradas que rememoraban momentos y flacas que sabían a Habana. Curiosa contradicción aquella que supuso entonar como nunca el lado más claro del gozo desde el lado más oscuro del principio. Fluía la noche y los trasiegos de plásticos. Fluyeron los versos y la partitura fue buscando su hueco en la maleta del receso que tras veinte años se merecía. No fue un adiós, ni siquiera un hasta luego. Solamente él decidirá el momento del regreso. Sea cuando sea, tiene la certeza de que le estaremos esperando. No en balde, tal y como sonó en la despedida, la vida es un carnaval y las penas se van cantando . No hay que llorar más que por la dicha si la dicha lo exige. Nos queda el paréntesis formado por sus melodías para hacer más llevadero el tiempo que falta para su regreso. Confío en que no vuelvan a ser dieciséis o diecisiete años. Quién sabe si otras adolescencias ocuparán mi puesto entonces.     

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