Jarabe de Palo
Dieciséis o diecisiete años desde
aquella primera vez. Noche veraniega en
los jardines de Viveros, adolescencia filial por compañía y Los Delinqüentes como teloneros de lujo. Dieciséis o diecisiete
años que han pasado en un suspiro y que
volvían a ponerse de actualidad en la sala de conciertos una noche amenazadoramente
lluviosa. Allá abajo, parapetados contra la barra y la escalera, esperando la
aparición de Pau Donés para comprobar cómo le ha tratado la vida. Expectantes, sin un hueco apenas
sobre el que expandirnos, hizo su aparición con toda su banda. La coleta dejó
de existir y a modo de casualidad o no, bajo sus trajes oscuros, unas
llamativas camisas amarillas. Y todo comenzó de nuevo. Las canciones se
sucedieron a modo de catarata pirenaica nacida de los deshielos del duelo
interior que tantas veces se calla. Nada de dar pasos a las lástimas, sino más
bien, al optimismo que sus letras destilaban y siguen destilando. Un sonido
preciso, que fue capaz de rodear a la columna que a modo de invitada inoportuna
se interponía. Hubo momento en los que los de abajo cantábamos y Pau
simplemente nos hacía los coros o apoyaba con las congas. Allí había calor y el
calor se compartía y mimetizaba. Echabas una mirada alrededor y comprobabas
cómo más de uno hacía suya la canción de turno. Probablemente las fiebres
pasadas fueron aplacadas por este jarabe
que sigue sin mostrar contraindicaciones. La complicidad saltaba del escenario
a la pista y nadie fue capaz de esconder las vergüenzas que el olvido de las
letras suele llevar como amenaza. Varias generaciones reunidas en torno a quien
sabe que la cercanía es un plus con aquellos que te siguen. Miradas que
rememoraban momentos y flacas que sabían a Habana. Curiosa contradicción aquella
que supuso entonar como nunca el lado más claro del gozo desde el lado más
oscuro del principio. Fluía la noche y los trasiegos de plásticos. Fluyeron los
versos y la partitura fue buscando su hueco en la maleta del receso que tras
veinte años se merecía. No fue un adiós, ni siquiera un hasta luego. Solamente
él decidirá el momento del regreso. Sea cuando sea, tiene la certeza de que le
estaremos esperando. No en balde, tal y como sonó en la despedida, la vida es
un carnaval y las penas se van cantando . No hay que llorar más que por la dicha si la dicha lo exige. Nos queda el paréntesis formado por sus melodías para
hacer más llevadero el tiempo que falta para su regreso. Confío en que no
vuelvan a ser dieciséis o diecisiete años. Quién sabe si otras adolescencias
ocuparán mi puesto entonces.
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