La blanca
Así se la conocía entre el mundo
de los reclutas en aquellos tiempos de servicios militares obligatorios. Un
ansiado pasaporte sobre el que se estampaban tus datos y al que se le iban
completando las páginas con las anotaciones pertinentes que acreditaban tu
carácter de soldado. De modo que llegado el día, te firmaban el finiquito, te
cuñaban el visado y te encomendaban a futuras revisiones y fes de vida que
diesen testimonio de tu pertenencia al ejército siempre dispuesto a defender a
la Patria. A muchos os sonará raro y a otros os sonará cercano. La cuestión
estuvo en la aparición de los rumores que daban a entender que, a efectos de jubilaciones, el tiempo dedicado al uniforme, contaba. Así, carente de galones, me dispuse a rebuscar
en la cueva diogénica de mis pasados y di con ella. Allí estaba, blanca,
impoluta, con sus páginas casi amarilleando, echándome de menos. Creo que
disimuló la decepción de saberse añorada solamente desde mi propio beneficio y
se dejó abanicar. Pasé las hojas, reconocí las firmas, recuperé aquellos
rostros y todo discurría del modo más agradable que suele mostrar el pasado
hasta que llegué a la página en cuestión. Allí, la zozobra se apoderó de mí.
Una suposición lanzaba una duda sobre el
valor de quien se vistió de mí. Recuperé momentos en los que la falta de
puntería en el campo de tiro casi hizo volar por los aires la gorra de chocho
de aquel sargento jienense. Vinieron como convidados de piedra aquellos
lanzamientos de granadas que se quedaron con el sudor temeroso de las yemas de
mis dedos. Hicieron acto de presencia las mil piezas del cetme que me retaban a
ser acopladas. Y las terceras imaginarias en las que el sueño se apoderaba de
todos los caquis del cuartel negándote el tuyo. Y las guardias en las que los
camareros no daban abasto para cerrar la retreta de algún que otro gaznate
sediento. Y con todo ello, el valor no se reafirmaba; simplemente se me
suponía. Apesadumbrado me acerqué al
destacamento pertinente repasando en silencio los preceptivos saludos que comenzaban
siempre con un “a sus órdenes mi…”
Cierta inquietud me sobrevino, no por el miedo a ser reenganchado (que
ya no tengo edad) sino por el de ser vilipendiado ante la falta del valor que
seguía allí supuesto, sobre una de las páginas desde hacía tres décadas y pico.
Expuse mis peticiones al mando de guardia y pude comprobar cómo pasó su vista de
largo sobre las acreditaciones en cuestión.
Salí reconfortado, seguro de mí, envalentonado, con paso marcial. Nada
más llegar a casa, al abrir la caja
custodia de nuevo, no me pude resistir.
Sobre aquella sentencia que me suponía
dueño de valor abrí un paréntesis y en su interior coloqué un interrogante. Espero ansioso la llegada del justificante
porque no creo que sea capaz de reclamar nada si algo está incorrecto en el mismo. Cuestión de valor,
sin duda.
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