martes, 2 de octubre de 2018


1.       Alfredo Martínez Luján


Tras sus pasos inquietos se abría un telón de rectitud, de forma de hacer, de modo de ser. Desde bien temprana edad llevó sobre sí la capa de responsabilidad que le hacía merecedor del aplauso sincero, callado, verdadero. Y la primera vez que tuve la ocasión de comprobarlo fue cuando me vi inmerso en el dúo que formamos aquel verano del sesenta y siete. Él, veterano con tres años de ventaja, sabía moverse más allá de El Pozuelo y decidió servirme de lazarillo en aquella aventura paramilitar tan de moda en aquellos tiempos. El caqui nos vistió y el campamento decidió darnos unas pautas para mí desconocidas en las que se movía como pez en el agua. Supo estar cerca en todo momento y en más de una situación ejerció un papel de hermano mayor al que agradecerle cuidados. Jugaba al fútbol como si el mismo reglamento le debiese parte de las reglas y sabía disimular los disgustos de la derrota como caballero. Dispuesto siempre a la revancha, la buscaba desde la honestidad y así se le reconocía por propios y extraños.  Pasaron los días, regresamos de aquella aventura infantil, realizamos autoestop y todo discurrió como si nada. Guió sus pasos hacia la docencia y escaló hacia el puesto que sin duda merecía. Dirigía con el acero del convencimiento y el tesón nunca le abandonó. Llegamos a coincidir en la brigada forestal voluntaria en aquel incendio en La Muela y una vez sofocado, una vez controlado, limpiamos el tizne de nuestras pieles en las aguas de La Playeta antes de irnos a seguir los ritmos que el domingo sugería. Nunca oí de sus labios la más mínima queja por más adversidades que le llegasen. Guardaba para sí el debe del esfuerzo para no pedir recompensas y manifestaba un amor por los suyos digno del primogénito que se sabía custodio de los mismos. Recuerdo haberle visto transitar por las Grandes Vías en busca de aquella cámara de video con la que inmortalizar momentos infantiles de sus sangres que corrían como solamente el tiempo sabe hacer. Dispuesto siempre a complacer caprichos, voluntades, deseos. Su espíritu de superación se adhirió como galón al tatuaje de sus venas y la mirada huidiza no fue nunca signo de media verdad. Quizá en su yo más íntimo anidaba el rechazo a devolver al insolente los motivos absurdos que el mismo insolente proclamaba desde la estupidez. Los proeles de una vida se acaban de bruñir para recobrar el brillo que jamás dejó de tener. Deber cumplido, amigo Alfredo, deber cumplido

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