1. Alfredo Martínez
Luján
Tras sus pasos inquietos se abría un telón de rectitud,
de forma de hacer, de modo de ser. Desde bien temprana edad llevó sobre sí la
capa de responsabilidad que le hacía merecedor del aplauso sincero, callado,
verdadero. Y la primera vez que tuve la ocasión de comprobarlo fue cuando me vi
inmerso en el dúo que formamos aquel verano del sesenta y siete. Él, veterano
con tres años de ventaja, sabía moverse más allá de El Pozuelo y decidió servirme
de lazarillo en aquella aventura paramilitar tan de moda en aquellos tiempos.
El caqui nos vistió y el campamento decidió darnos unas pautas para mí
desconocidas en las que se movía como pez en el agua. Supo estar cerca en todo
momento y en más de una situación ejerció un papel de hermano mayor al que
agradecerle cuidados. Jugaba al fútbol como si el mismo reglamento le debiese
parte de las reglas y sabía disimular los disgustos de la derrota como
caballero. Dispuesto siempre a la revancha, la buscaba desde la honestidad y
así se le reconocía por propios y extraños. Pasaron los días, regresamos de aquella
aventura infantil, realizamos autoestop y todo discurrió como si nada. Guió sus
pasos hacia la docencia y escaló hacia el puesto que sin duda merecía. Dirigía
con el acero del convencimiento y el tesón nunca le abandonó. Llegamos a
coincidir en la brigada forestal voluntaria en aquel incendio en La Muela y una
vez sofocado, una vez controlado, limpiamos el tizne de nuestras pieles en las
aguas de La Playeta antes de irnos a seguir los ritmos que el domingo sugería.
Nunca oí de sus labios la más mínima queja por más adversidades que le
llegasen. Guardaba para sí el debe del esfuerzo para no pedir recompensas y
manifestaba un amor por los suyos digno del primogénito que se sabía custodio
de los mismos. Recuerdo haberle visto transitar por las Grandes Vías en busca
de aquella cámara de video con la que inmortalizar momentos infantiles de sus
sangres que corrían como solamente el tiempo sabe hacer. Dispuesto siempre a
complacer caprichos, voluntades, deseos. Su espíritu de superación se adhirió
como galón al tatuaje de sus venas y la mirada huidiza no fue nunca signo de
media verdad. Quizá en su yo más íntimo anidaba el rechazo a devolver al
insolente los motivos absurdos que el mismo insolente proclamaba desde la estupidez.
Los proeles de una vida se acaban de bruñir para recobrar el brillo que jamás
dejó de tener. Deber cumplido, amigo Alfredo, deber cumplido
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