Estambul (3º capítulo: La colina de los enamorados)
Cruzar de occidente a oriente a través del puente sobre el
Bósforo nos encaminó a la colina desde la que la panorámica invitaba a la
ensoñación. Allá en lo alto, tras el ondear de las banderas, los minaretes
elevados al azul hablaban a las claras del lujo y de la ostentación unidas a la
fe en una misma explanada. Azules reverberando en un interior sembrado de polimetrías
sobre las que el genuflexo creyente elevaría rezos para despertar envidias en
las arquitecturas superadas en mitad del desierto de obligada peregrinación. Y
todo en honor de la magnificencia del sultán encargado de dejar su sello. Al
lado, en los subterráneos acuosos, las cisternas como marco de columnatas sobre
las que acumular el agua carente de sal para abastecer a los sedientos
ocupantes que por turno fueron ocupando la ciudad a través de los siglos. Y
próximo el hipódromo sobre el que se adivinaban carreras benhurianas con las que contentar al populacho que tan
poco necesita para sentirse feliz. Columnas serpenteadas provenientes del valle
del Nilo hablaban por sí solas de un ayer que nos salía al paso mientras más
allá Topkapi prestaba sus estancias al nuevo guión de las intrigas policíacas
entre los recovecos de harenes y reliquias proféticas. Tesoros guardados en
honor de la favorita que ejercía como tal y en el otro lado del Bósforo, la
grandiosidad de Dolmabahce en el que se adivinaban amores palaciegos entre
sultanes y emperatrices europeas que la leyenda guarda y la leyenda expone. Y
de repente el pirata que nos cubre adentrándose en las aguas a ritmo de
octosílabos para reclamar horizontes abiertos desde “El Temido “, que sonaba esproncédico y desplegaba velas en la cubierta de un
bajel llamado libertad. La torre Gálata vigilante sobre los cormoranes que
buscaban captura desde su mismo puente entre las cañas sembradas en su
balaustrada y la noche cayendo. Y tras ella el recuento de todo lo presenciado,
asimilado, vivido, como pócima ante las torpes creencias de haber errado en la
elección como destino de una ciudad tan hermosa como hospitalaria, tan eterna
como fugaz, tan deseada por los movimientos
sísmicos en su intento infructuoso de derribar lo que a todas luces resulta
imposible. De lejos, un nuevo canto del
muecín llamando a la oración para lanzar al viento el último rezo a modo de
despedida hasta un próximo regreso. Sin duda, la colina de los enamorados había
obtenido sus frutos. Una dama llamada Bizancio, había sido la culpable de que
así fuese.
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