Estambul (…y 4º capítulo: El expreso de medianoche)
Y llegó el momento del regreso. La mañana se levantaba entre
brumas y la somnolencia acompañaba a las instantáneas últimas a modo de
diapositivas vivas que nos iba mostrando la ciudad como despedida. Los
trámites pertinentes en la inmensidad de mostradores y todo en orden hacia las
alturas en sentido de poniente. Llegamos a destino, casi todos. Mi maleta
decidió perderse entre las innumerables cintas transportadoras y retrasar su
vuelta. Quizás el haber estado recluida en la habitación le había asignado un papel de presidiaria que no
estaba dispuesta a lucir sin causa en su contra. Posiblemente se encontraba
sobre los taburetes de algún establecimiento en manos de alguien que había
decidido cambiar su contenido textil por todo tipo de artilugios tecnológicos
de dudosa procedencia a la espera del incauto comprador. Quién sabe si no
estaría impregnada de perfume a kebab mientras el supuesto secuestrador
negociaba un último precio previo regateo. Quién podría asegurarme que no
emprendería el vuelo de vuelta cargada con fardos plastificados de chocolate
alucinógeno a mi busca. De repente la paranoia vino a acompañarme para vestirme
a modo de remake en un redivivo Brad Davis sin autorización de Oliver Stone en
el cambio de guion. La persistente melodía electrónica de Giorgio Moroder tamborileando en mi cabeza no hacía más que
añadir angustia a tal ausencia y todo tipo de explicaciones empezaron a
prestarse como abogadas defensoras ante
un futuro e imprevisible rescate aduanero. Como si el destino quisiera bromear
con mi inquietud, esa misma noche alguna cadena televisiva decidió proyectar
“El expreso de medianoche” y añadir con ello desazón a mi ánimo y así impedir el descanso
reparador. Amaneció y una nueva llamada
logró concretar el modo de reencuentro y al cabo de unas horas, acudí a la
aduana. Allí, en un rincón estaba sin muestra de haber sido violentada. Y a mi
lado, guardando turno educadamente una
recua de muleros con aspecto más que sospechoso para aquellos ímprobos agentes
que escrutaban rostros y calibraban las posibilidades de captura del
delincuente que ejerciese de correo desde el cono sur. Allí mismo hube de
desnudarla ante la atenta mirada del agente de turno y entre la ropa necesitada
de detergentes asomaron de nuevo los enseres que a modo de recuerdos decidieron
venirse conmigo para que nunca olvide que a orillas del Bósforo, sorteando a
los intentos sísmicos de destruirla, existe una joya llamada Bizancio, llamada
Constantinopla, llamada Estambul, de la que es imposible no sentirse cautivo
Jesús(defrijan)
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