miércoles, 5 de diciembre de 2018


Breves respuestas a las grandes preguntas


¿Hay un Dios?, ¿Cómo empezó todo?, ¿Hay más vida inteligente en el Universo?, ¿Podemos predecir el futuro?, ¿Es posible viajar en el tiempo?, ¿Qué hay dentro de un agujero negro?, ¿Sobreviviremos en la Tierra?, ¿Deberíamos colonizar el espacio?, ¿Nos sobrepasará la inteligencia artificial?, ¿Cómo daremos forma al futuro? Así, como si un nuevo decálogo  descendiese del Sinaí de la ciencia, Stephen Hawking nos deja su obra póstuma. Y a modo de prólogo, aquel que le diera vida en el film biográfico; y a modo de epílogo, aquella que lleva su apellido. Como si entre ambos quisieran acompañar a modo de ángeles alados a este genio en la exposición de sus teorías. De buenas a primeras te ves inmerso en la lectura para convertirte de su mano en esa especie de principito que juega a ser el explorador del Universo y el descubridor de los sentimientos que la fe en las posibilidades provoca. Por momentos, te pierdes cuando ves que las fórmulas te superan y la imaginación te sobrepasa. Por momentos, recuperas el rumbo y sigues sobre la nave infinita del descubrimiento. Regresas al futuro, avanzas hacia el pasado, cuestionas científicamente a dios, cabalgas haces de luz, colonizas nuevos planetas, sobrevives a las magnitudes de la materia, centrifugas agujeros negros y vuelves la vista a aquellas lecturas juveniles de Verne. Aquí, en las proximidades de las galaxias, comprendes la capacidad mental de un cerebro que quizá decidió prescindir del resto de los órganos para evitarse pérdidas de energías. A través de sus páginas te llegan pautas para evitar daños irreparables y soluciones que claman por ser aplicadas. Y por si todo esto fuese poco, el agradecimiento al docente que le abrió las puertas hacia la curiosidad de la astrofísica, te reconforta solidariamente y te gana para su causa. Las notaciones científicas se nos muestran exponenciales y la lucha filosófica entre creencia y evidencia se destila como cola de cometa camino de Perseo. Sé que cuando vuelva en el próximo agosto san Lorenzo a derramar lágrimas, más de un deseo dejará paso a otro deseo superior. Sé que cuando la Luna mire a Venus o Júpiter se aleje de Saturno, alguien lo advirtió, lo dejó escrito moviendo simplemente los músculos faciales. Sé, o creo saber, que si Newton o Darwin pudieran elegir a alguien como compañero eterno, habrían optado por Stephen Hawking. Igual se siguen preguntando por qué aquí abajo seguimos adorando al vellocino dorado de la estupidez mirándonos el ombligo hacia lo inmediato. Si alguna vez regreso a Londres, visitaré la abadía de Westminster. En silencio, a modo de plegaria, un “hacia el Infinito y más allá” prometo dedicarles.     

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