Breves respuestas a las grandes preguntas
¿Hay un Dios?, ¿Cómo empezó todo?, ¿Hay más vida inteligente en el
Universo?, ¿Podemos predecir el futuro?, ¿Es posible viajar en el tiempo?, ¿Qué
hay dentro de un agujero negro?, ¿Sobreviviremos en la Tierra?, ¿Deberíamos colonizar el
espacio?, ¿Nos sobrepasará la inteligencia artificial?,
¿Cómo daremos forma al futuro? Así, como si un nuevo decálogo descendiese del Sinaí de la ciencia, Stephen
Hawking nos deja su obra póstuma. Y a modo de prólogo, aquel que le diera vida
en el film biográfico; y a modo de epílogo, aquella que lleva su apellido. Como
si entre ambos quisieran acompañar a modo de ángeles alados a este genio en la
exposición de sus teorías. De buenas a primeras te ves inmerso en la lectura
para convertirte de su mano en esa especie de principito que juega a ser el
explorador del Universo y el descubridor de los sentimientos que la fe en las
posibilidades provoca. Por momentos, te pierdes cuando ves que las fórmulas te
superan y la imaginación te sobrepasa. Por momentos, recuperas el rumbo y
sigues sobre la nave infinita del descubrimiento. Regresas al futuro, avanzas
hacia el pasado, cuestionas científicamente a dios, cabalgas haces de luz,
colonizas nuevos planetas, sobrevives a las magnitudes de la materia,
centrifugas agujeros negros y vuelves la vista a aquellas lecturas juveniles de
Verne. Aquí, en las proximidades de las galaxias, comprendes la capacidad
mental de un cerebro que quizá decidió prescindir del resto de los órganos para
evitarse pérdidas de energías. A través de sus páginas te llegan pautas para
evitar daños irreparables y soluciones que claman por ser aplicadas. Y por si
todo esto fuese poco, el agradecimiento al docente que le abrió las puertas
hacia la curiosidad de la astrofísica, te reconforta solidariamente y te gana
para su causa. Las notaciones científicas se nos muestran exponenciales y la
lucha filosófica entre creencia y evidencia se destila como cola de cometa
camino de Perseo. Sé que cuando vuelva en el próximo agosto san Lorenzo a
derramar lágrimas, más de un deseo dejará paso a otro deseo superior. Sé que
cuando la Luna mire a Venus o Júpiter se aleje de Saturno, alguien lo advirtió,
lo dejó escrito moviendo simplemente los músculos faciales. Sé, o creo saber,
que si Newton o Darwin pudieran elegir a alguien como compañero eterno, habrían
optado por Stephen Hawking. Igual se siguen preguntando por qué aquí abajo
seguimos adorando al vellocino dorado de la estupidez mirándonos el ombligo
hacia lo inmediato. Si alguna vez regreso a Londres, visitaré la abadía de
Westminster. En silencio, a modo de plegaria, un “hacia el Infinito y más allá”
prometo dedicarles.
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