lunes, 24 de diciembre de 2018


Los animales de compañía.



Reconozco mi falta de espíritu de sacrificio para ser guardia y custodio de un animal de compañía. Comprendo que en algunas ocasiones sea preferible la presencia de algún gato, perro, loro o pez que dé testimonio de vida de aquellos o aquellas que así lo precisan. Incluso admito que sean mejores que muchos seres humanos que el infortunio o la suerte nos adhiere en nuestra vida diaria. Todo esto lo admito. De hecho, desde que yo recuerdo, siempre hubo un gato pululando a su antojo por la cámara de casa siendo dueño y señor de los espacios. Así mismo recuerdo cómo aquellos ciprinos anaranjados surcaron las aguas de la pecera hasta que la glotonería los convirtió en ictíneos seres fenecidos con las tripas llenas. Ni dejaré de mencionar  aquellos galápagos que decidieron abandonar el terrario y campar a sus anchas por las baldosas hasta ser rescatados y devueltos a su medio cuasi natural. Ni pasaré por alto el cariño que profesaba el mastín del pirineo llamado Sol a mi abuelo materno. Ni podré olvidar cómo aquel pastor alemán llamado León acabó sus días tras víctima del moquillo tiñendo de luto la terraza de manolo y Lourdes. Todos, todos, sin excepción aportaron a sus dueños un cúmulo de sensaciones placenteras que les aportaron razones de demostrar su bondad de corazón. Todos fueron capaces de sacrificar tiempos para dedicarles a sus mascotas caricias y mimos. Incluso quiero pensar que aquel imbécil que llevaba sin atar a su dogo argentino lo amaba más que a su vida, más que a la compasión por la caída que me provocó derrame, más que a muchos de sus cercanos. Incluso estoy dispuesto a admitir que aquel Trosky cuyo dueño jamás sacaba a la calle se sentía querido mientras destrozaba sus uñas corriendo como poseso por los pasillos de la casa. Incluso quiero ver la bondad en la mordedura de aquel que no pudo resistir el deseo de atacar a su propia dueña incapaz de entender que sus turnos de trabajo variable hacían inviable la compañía mutua. Incluso, doy por válido el nombre que se le atribuye al que camina a sus anchas y su dueño califica de “Nohacenada” como si eso significase salvoconducto tranquilizador. Demasiados inclusos como para intentar equilibrar la estupidez de quienes consideran que el orden natural debe invertirse, o mejor, dotar al animal de compañía de un estatus que por naturaleza no le corresponde. Alguien debería plantearse si es una actitud comprensible, admisible, justa o plausible el hecho de someter a un animal que precisa de espacios al turno de paseo que su dueño pueda ofrecerle. Lo de educarlo mejor o peor deberá derivar de esta primera propuesta. Todo lo demás, todos los fervores animalistas, deberían plantearse como preludio  a sus reclamaciones estos interrogantes. A ser posible antes de que el tercer turno de paseo llegue.         

No hay comentarios:

Publicar un comentario