Los animales de compañía.
Reconozco mi falta de espíritu
de sacrificio para ser guardia y custodio de un animal de compañía. Comprendo
que en algunas ocasiones sea preferible la presencia de algún gato, perro, loro
o pez que dé testimonio de vida de aquellos o aquellas que así lo precisan.
Incluso admito que sean mejores que muchos seres humanos que el infortunio o la
suerte nos adhiere en nuestra vida diaria. Todo esto lo admito. De hecho, desde
que yo recuerdo, siempre hubo un gato pululando a su antojo por la cámara de
casa siendo dueño y señor de los espacios. Así mismo recuerdo cómo aquellos
ciprinos anaranjados surcaron las aguas de la pecera hasta que la glotonería los
convirtió en ictíneos seres fenecidos con las tripas llenas. Ni dejaré de
mencionar aquellos galápagos que decidieron
abandonar el terrario y campar a sus anchas por las baldosas hasta ser
rescatados y devueltos a su medio cuasi natural. Ni pasaré por alto el cariño
que profesaba el mastín del pirineo llamado Sol a mi abuelo materno. Ni podré
olvidar cómo aquel pastor alemán llamado León acabó sus días tras víctima del
moquillo tiñendo de luto la terraza de manolo y Lourdes. Todos, todos, sin
excepción aportaron a sus dueños un cúmulo de sensaciones placenteras que les
aportaron razones de demostrar su bondad de corazón. Todos fueron capaces de
sacrificar tiempos para dedicarles a sus mascotas caricias y mimos. Incluso
quiero pensar que aquel imbécil que llevaba sin atar a su dogo argentino lo
amaba más que a su vida, más que a la compasión por la caída que me provocó
derrame, más que a muchos de sus cercanos. Incluso estoy dispuesto a admitir
que aquel Trosky cuyo dueño jamás sacaba a la calle se sentía querido mientras
destrozaba sus uñas corriendo como poseso por los pasillos de la casa. Incluso
quiero ver la bondad en la mordedura de aquel que no pudo resistir el deseo de
atacar a su propia dueña incapaz de entender que sus turnos de trabajo variable
hacían inviable la compañía mutua. Incluso, doy por válido el nombre que se le
atribuye al que camina a sus anchas y su dueño califica de “Nohacenada” como si
eso significase salvoconducto tranquilizador. Demasiados inclusos como para
intentar equilibrar la estupidez de quienes consideran que el orden natural
debe invertirse, o mejor, dotar al animal de compañía de un estatus que por
naturaleza no le corresponde. Alguien debería plantearse si es una actitud
comprensible, admisible, justa o plausible el hecho de someter a un animal que
precisa de espacios al turno de paseo que su dueño pueda ofrecerle. Lo de educarlo
mejor o peor deberá derivar de esta primera propuesta. Todo lo demás, todos los
fervores animalistas, deberían plantearse como preludio a sus reclamaciones estos interrogantes. A
ser posible antes de que el tercer turno de paseo llegue.
No hay comentarios:
Publicar un comentario