jueves, 6 de diciembre de 2018


Constituciones



Según el recuento histórico suman ocho las Constituciones nacidas, impuestas, rechazadas, votadas, asumidas o promulgadas. Si se dividen los años transcurridos entre el número total de ellas el cociente viene a ser algo más de veintiséis años. Bueno, redondeemos y pongámoslo en veintisiete. Va, cercenemos al alza y lleguemos a treinta. Unas por otras, todas con treinta años de vigencia como media. Los habrá partidarios de unas y detractores de otras. Los habrá que echen en falta espíritus liberales o ínfulas disciplinadas y añoren artículos que no logran descubrir entre los títulos de las mismas. Los habrá que consideren papel mojado lo que escrito está y según su criterio no les representa. Colores de un prisma que cada quien mueve a su antojo en busca de arco colorido que más le acomode. Los habrá que recuerden aquel ejemplar que les llegó al buzón un día como el de hoy vestido de un color ocre claro que más parecía una cartilla de párvulos que una carta magna. Todos nos dimos por enterados del acuerdo de las partes a la hora de redactarla. Y estábamos tan acostumbrados a que se no dieran las cosas por hechas que resultaba sorprendente la aparición de este ejemplar que abría horizontes. De buenas a primeras, los endemoniados pretéritos dejaban de mostrarse como belcebuces con ansias de venganza. De buenas a primeras el “ordeno y mando” pasaba a denominarse “escucho y rebato”.  Y así, cuarenta años han transcurrido. Y a pesar de las décadas, sigue sonando a papel mojado. Como si se tratase de un libro regalado bajo la esperanza de  haber acertado en ti como destinatario, acaba reposando en el cajón de la ignorancia, en el estante del olvido. Como si fuese el folleto de instrucciones al que nadie hace caso, así perdura acumulando polvo. Como si la naftalina del tiempo la hubiese pasado de moda se contenta con soplar las velas cada seis de diciembre  y fingir alegría. Carda el disimulo con la laca del desafecto, de la ignorancia. De nada le sirve remitir a pretérito cuando su vuelta suena a historietas de yaya. Seguramente las buenas intenciones nacidas de su pila bautismal se fueron camuflando, se fueron tergiversando, y nació hacia ella la suspicacia. Cuánto más le queda de vida, es algo que nadie puede asegurar. Probablemente dentro de nada precise de un lifting que la ponga al día. Supongo que con cuarenta años empieza a vislumbrar alguna cana, alguna arruga, alguna flacidez y lleva mal envejecer. Entre los que la vimos nacer abundan los insinceros que le mienten al declararla de plena actualidad y los ajenos a la adulación que claman por un cambio inmediato de imagen. Me recuerda a la cornucopia de la entrada a la casa que una vez le dio toque de modernidad y ahora ni el espejo que la sostiene cree en las miradas que le dedican. Alguien debería analizar si merece la pena seguir callando o lanzar un “viva la Pepa” que a muchos sonará a conformismo y a otro muchos a canto festivo.  Lo mínimo que se puede pedir a los cercanos, quiero pensar, es el derecho a envejecer dignamente.

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