Constituciones
Según el recuento histórico
suman ocho las Constituciones nacidas, impuestas, rechazadas, votadas, asumidas
o promulgadas. Si se dividen los años transcurridos entre el número total de
ellas el cociente viene a ser algo más de veintiséis años. Bueno, redondeemos y
pongámoslo en veintisiete. Va, cercenemos al alza y lleguemos a treinta. Unas
por otras, todas con treinta años de vigencia como media. Los habrá partidarios
de unas y detractores de otras. Los habrá que echen en falta espíritus
liberales o ínfulas disciplinadas y añoren artículos que no logran descubrir
entre los títulos de las mismas. Los habrá que consideren papel mojado lo que
escrito está y según su criterio no les representa. Colores de un prisma que
cada quien mueve a su antojo en busca de arco colorido que más le acomode. Los
habrá que recuerden aquel ejemplar que les llegó al buzón un día como el de hoy
vestido de un color ocre claro que más parecía una cartilla de párvulos que una
carta magna. Todos nos dimos por enterados del acuerdo de las partes a la hora
de redactarla. Y estábamos tan acostumbrados a que se no dieran las cosas por
hechas que resultaba sorprendente la aparición de este ejemplar que abría
horizontes. De buenas a primeras, los endemoniados pretéritos dejaban de
mostrarse como belcebuces con ansias de venganza. De buenas a primeras el “ordeno
y mando” pasaba a denominarse “escucho y rebato”. Y así, cuarenta años han transcurrido. Y a
pesar de las décadas, sigue sonando a papel mojado. Como si se tratase de un
libro regalado bajo la esperanza de
haber acertado en ti como destinatario, acaba reposando en el cajón de
la ignorancia, en el estante del olvido. Como si fuese el folleto de
instrucciones al que nadie hace caso, así perdura acumulando polvo. Como si la
naftalina del tiempo la hubiese pasado de moda se contenta con soplar las velas
cada seis de diciembre y fingir alegría.
Carda el disimulo con la laca del desafecto, de la ignorancia. De nada le sirve
remitir a pretérito cuando su vuelta suena a historietas de yaya. Seguramente
las buenas intenciones nacidas de su pila bautismal se fueron camuflando, se
fueron tergiversando, y nació hacia ella la suspicacia. Cuánto más le queda de
vida, es algo que nadie puede asegurar. Probablemente dentro de nada precise de
un lifting que la ponga al día. Supongo que con cuarenta años empieza a
vislumbrar alguna cana, alguna arruga, alguna flacidez y lleva mal envejecer. Entre
los que la vimos nacer abundan los insinceros que le mienten al declararla de
plena actualidad y los ajenos a la adulación que claman por un cambio inmediato
de imagen. Me recuerda a la cornucopia de la entrada a la casa que una vez le
dio toque de modernidad y ahora ni el espejo que la sostiene cree en las
miradas que le dedican. Alguien debería analizar si merece la pena seguir
callando o lanzar un “viva la Pepa” que a muchos sonará a conformismo y a otro
muchos a canto festivo. Lo mínimo que se
puede pedir a los cercanos, quiero pensar, es el derecho a envejecer dignamente.
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