sábado, 15 de diciembre de 2018


El lago de los cisnes



Realmente el ballet clásico no figura entre mis interés artísticos preferidos. Incluso me atrevo a asegurar que del septeto de las bellas artes la danza ocuparía el último puesto. Cuestión de educación, supongo. Probablemente de haber nacido en otros meridianos alguna querencia habría atesorado desde la más tierna infancia. No lo sé y a estas alturas ya poco importa. Así que mitad por curiosidad, mitad por compromiso, acudí a la llamada que el interrogante lanzaba desde La Rambleta. El lago de los cisnes aventuraba una historia de amor, traición, triunfo del bien sobre el mal, y no dejaba de resultar, cuanto menos, atrayente. De modo que dejándome llevar por la música de Tchaikovsky intenté acomodarme y supuse que me dormiría a nada que el telón se alzase. Sobre el patio de butacas, infinidad de amantes del ballet esperaban ansiosos y yo me entretenía  intentando adjudicar a cada rostro una nacionalidad. Para pasar el rato, más que nada. Así, los primeros diez minutos impidieron la llegada del duermevela. Así, los siguientes cuarenta y cinco minutos no dejaron de sorprenderme y con ello aportarme el desvelo. Así, la hora restante después del descanso logró ponerme la piel de gallina ante la magnífica interpretación que se estaba desarrollando a escaso metros del palco. Yo, que había acudido con las palabras de Carlos Boyero aún retumbando en mis oídos, no dejaba de sentirme redimido ante mi ignorancia. Yo, que pensé seguir el ejemplo de este crítico afamado que declaró radiofónicamente haberse dormido en el mismísimo Moscú presenciando El Cascanueces, no daba crédito a cuánto estaba sucediendo en el escenario. No sabría definir ni los pasos, ni la técnica, ni los entresijos que para los entendidos serán moneda corriente. Lo que sí puedo afirmar es que las dos horas largas de representación se me hicieron cortas. Y con ello el interés por la obra en la que un príncipe llamado Sigfrido sufre y goza del amor y la magia que su Odette le proporciona cuando el hechizo maligno la reconvierte de nuevo. Una primera bailarina espectacular y un bufón absolutamente genial dieron preponderancia a un elenco de bailarinas y bailarines que demostraron cómo se pueden mimetizar técnica y emociones en una misma obra. Quiero pensar que el paso del tiempo consigue despertar curiosidades, derribar muros de prejuicios, abrir puertas al deleite del arte. Si no fuera así no podría explicarme cómo una sesión de ballet a la que fui sin ninguna apetencia se acabó convirtiendo en una velada genial, que ya os aseguro, no será la última.    

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