El lago de los cisnes
Realmente el ballet clásico no figura
entre mis interés artísticos preferidos. Incluso me atrevo a asegurar que del
septeto de las bellas artes la danza ocuparía el último puesto. Cuestión de
educación, supongo. Probablemente de haber nacido en otros meridianos alguna querencia
habría atesorado desde la más tierna infancia. No lo sé y a estas alturas ya
poco importa. Así que mitad por curiosidad, mitad por compromiso, acudí a la
llamada que el interrogante lanzaba desde La Rambleta. El lago de los cisnes
aventuraba una historia de amor, traición, triunfo del bien sobre el mal, y no
dejaba de resultar, cuanto menos, atrayente. De modo que dejándome llevar por la
música de Tchaikovsky intenté acomodarme y supuse que me dormiría a nada que el
telón se alzase. Sobre el patio de butacas, infinidad de amantes del ballet
esperaban ansiosos y yo me entretenía intentando
adjudicar a cada rostro una nacionalidad. Para pasar el rato, más que nada.
Así, los primeros diez minutos impidieron la llegada del duermevela. Así, los
siguientes cuarenta y cinco minutos no dejaron de sorprenderme y con ello
aportarme el desvelo. Así, la hora restante después del descanso logró ponerme
la piel de gallina ante la magnífica interpretación que se estaba desarrollando
a escaso metros del palco. Yo, que había acudido con las palabras de Carlos
Boyero aún retumbando en mis oídos, no dejaba de sentirme redimido ante mi
ignorancia. Yo, que pensé seguir el ejemplo de este crítico afamado que declaró
radiofónicamente haberse dormido en el mismísimo Moscú presenciando El Cascanueces,
no daba crédito a cuánto estaba sucediendo en el escenario. No sabría definir ni
los pasos, ni la técnica, ni los entresijos que para los entendidos serán
moneda corriente. Lo que sí puedo afirmar es que las dos horas largas de
representación se me hicieron cortas. Y con ello el interés por la obra en la
que un príncipe llamado Sigfrido sufre y goza del amor y la magia que su Odette
le proporciona cuando el hechizo maligno la reconvierte de nuevo. Una primera
bailarina espectacular y un bufón absolutamente genial dieron preponderancia a
un elenco de bailarinas y bailarines que demostraron cómo se pueden mimetizar
técnica y emociones en una misma obra. Quiero pensar que el paso del tiempo
consigue despertar curiosidades, derribar muros de prejuicios, abrir puertas al
deleite del arte. Si no fuera así no podría explicarme cómo una sesión de
ballet a la que fui sin ninguna apetencia se acabó convirtiendo en una velada
genial, que ya os aseguro, no será la última.
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