1. Noé
Luján Ochoa, añadiré para que su carta de presentación
esté completa. Como completo permanece aquel sabor a nicotina que debajo de su
bigote perfilado exhalaba. Inmediatamente después volvía a reafirmarse en su
firme promesa de dejar el tabaco para volver a romperla a la menor ocasión. Y
creo que debió de ser lo poco que dejó de cumplir. Él, que pasó gran parte de
su vida como guardia de mandamases estaba tan acostumbrado a cumplir con el
deber como aquellos que pertenecieron a la generación del ordeno y mando. De
sus vísperas de aquel final de febrero dio cumplida cuenta e información
aquella noche de verano bajo la luz de una farola. Encendimos el de rigor y
toda una crónica de primera mano me llegó de su garganta. Entre calada y calada
la sucesión de pasos amenazantes hacia la convivencia post franquista salieron
a la luz. La vorágine de traslados de los estrellados generales, los circunloquios
de las cartucheras, los gritos callados de quienes se sintieron sin permiso
custodios de futuros, tomaron turno en esa plácida hora extensa de
conversación. Más allá, de posturas políticas, allí, al socaire de la torre de
la iglesia, un argumento paralelo a la versión oficial salía a la luz. De nuevo
el mechero se unía a la charla y de su carraspeo hacía Noé testamento apócrifo.
Él, que siempre presumió de ser experto y veloz piloto, dominaba el cambio de
marchas de la tertulia y poco a poco derivó hacia temas más cotidianos. Supe al
día siguiente de sus habilidades artesanas que convertían cepas en lámparas.
Supe de su intransigencia ante una mala jugada de dominó que le hacía reo de la
derrota no merecida. Dejé de saber si los lentes circulares de su padre seguían
leyendo las consignas falangistas en algún cajón de la cómoda. O si su carnet
de guardia real llegó a salvarle de algún contratiempo con las parejas de la
benemérita como en aquella primera ocasión. Se hacía de respetar sin imponer
criterios y su paso jamás dejó privilegio a la espalda que curvan los años. Cada
vez que el telón festivo se despliega en el frontal, su figura reaparece. Se
apoya sobre la barandilla del balcón, saluda a quien pasa y lanza a los vientos
ese tono de voz que tanto le sigue caracterizando a pesar de su ausencia. Posiblemente
si alguien intentase hoy en día preguntarle por el destino adecuado de los
restos de Franco, antes de contestarle, lo miraría a la cara, se palparía el
bolsillo y diría “¿llevas fuego?”; merecería la pena volverlo o a escuchar, sin
duda.
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