lunes, 12 de noviembre de 2018


1. Noé
Luján Ochoa, añadiré para que su carta de presentación esté completa. Como completo permanece aquel sabor a nicotina que debajo de su bigote perfilado exhalaba. Inmediatamente después volvía a reafirmarse en su firme promesa de dejar el tabaco para volver a romperla a la menor ocasión. Y creo que debió de ser lo poco que dejó de cumplir. Él, que pasó gran parte de su vida como guardia de mandamases estaba tan acostumbrado a cumplir con el deber como aquellos que pertenecieron a la generación del ordeno y mando. De sus vísperas de aquel final de febrero dio cumplida cuenta e información aquella noche de verano bajo la luz de una farola. Encendimos el de rigor y toda una crónica de primera mano me llegó de su garganta. Entre calada y calada la sucesión de pasos amenazantes hacia la convivencia post franquista salieron a la luz. La vorágine de traslados de los estrellados generales, los circunloquios de las cartucheras, los gritos callados de quienes se sintieron sin permiso custodios de futuros, tomaron turno en esa plácida hora extensa de conversación. Más allá, de posturas políticas, allí, al socaire de la torre de la iglesia, un argumento paralelo a la versión oficial salía a la luz. De nuevo el mechero se unía a la charla y de su carraspeo hacía Noé testamento apócrifo. Él, que siempre presumió de ser experto y veloz piloto, dominaba el cambio de marchas de la tertulia y poco a poco derivó hacia temas más cotidianos. Supe al día siguiente de sus habilidades artesanas que convertían cepas en lámparas. Supe de su intransigencia ante una mala jugada de dominó que le hacía reo de la derrota no merecida. Dejé de saber si los lentes circulares de su padre seguían leyendo las consignas falangistas en algún cajón de la cómoda. O si su carnet de guardia real llegó a salvarle de algún contratiempo con las parejas de la benemérita como en aquella primera ocasión. Se hacía de respetar sin imponer criterios y su paso jamás dejó privilegio a la espalda que curvan los años. Cada vez que el telón festivo se despliega en el frontal, su figura reaparece. Se apoya sobre la barandilla del balcón, saluda a quien pasa y lanza a los vientos ese tono de voz que tanto le sigue caracterizando a pesar de su ausencia. Posiblemente si alguien intentase hoy en día preguntarle por el destino adecuado de los restos de Franco, antes de contestarle, lo miraría a la cara, se palparía el bolsillo y diría “¿llevas fuego?”; merecería la pena volverlo o a escuchar, sin duda.

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