martes, 6 de noviembre de 2018


1. Paco, el de la Hermandad



Ahora que lo pienso, no sé, nunca supe sus apellidos. Tampoco es que me sea imprescindible para pespuntear su imagen pero nunca los supe. Sé que llegó dándole gas a su vespa desde Cardenete y que su mujer, Ana, ocupaba el asiento del sidecar. Demasiadas curvas en esos diecinueve kilómetros como para   regresar frecuentemente. Vestía como todo aquel posicionado a la sombra de una victoria que hacía suya y no tengo muy claro si las manos se le tiznaron de pólvora en alguna trinchera. He de dar por válida la versión que acusaba a un accidente de bicicleta como el causante de su cojera. Corto de talle, elegante en la postura, con el bigote recortado según la moda de la época que le identificaba sobradamente como miembro de un Movimiento llamado a perdurar haciéndose inamovible. Curioso camaleón como tantos otros que subsistieron holgadamente al socaire de los himnos. Sus primeros años se vistieron de camisa azul Mahón y corbata negra con un yugo flechado sobre el ojal de la chaqueta. Su constante transitar escaleras abajo y escaleras arriba le fueron allanando el camino que tan bien protegía el tricornio familiar. Manejaba la Hermandad de Agricultores y Ganaderos desde la atalaya esquinada de la plaza como si de un preboste berlangueño se tratase a la espera de un discurso soflamador. Sabía moverse como nadie en las corrientes de un río llamado a fenecer y poco apoco se fue reciclando. Uno más de otros tantos que dejaron de cantar al sol para contar las monedas que esas entonaciones les proporcionaron. Se subió al cambio y de su despacho selló las oportunas mensualidades de quienes se apuntaron a futuras pensiones convenientemente cotizadas. Manejó intereses bancarios desde la oficina convenientemente caldeada y pulcramente abierta desde primera hora de la mañana. Dejó pasar la vida. La gomina del pelo cada vez tuvo menos trabajo y el perfilado labio superior se convirtió en páramo. Nada parecía querer recordar a aquello que la Historia calificaba de inadmisible. Uno de los últimos recuerdos que tengo de él proviene de la oficina que en el modificado Cuartel de la Guardia Civil se instaló. Pasé a llevarle un comunicado y estaba acabando de cobrar la mensualidad a quien su espalda curvada daba fe de una vida llena de sacrificios. Éste se había quitado la boina como signo de pleitesía y reconocimiento de inferioridad. Pero lo que más me llenó de estupor fue ver cómo una vez pagado el recibo, el infeliz añadió una propina. Que cada cual adivine si le fue aceptada o no. Yo con ser testigo ya tuve bastante. Poco tiempo después, un Seat 131 Supermirafiori, emprendió una ruta de salida sin posibilidad de regreso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario