1. Paco, el de la
Hermandad
Ahora que lo pienso, no sé, nunca supe sus apellidos. Tampoco es
que me sea imprescindible para pespuntear su imagen pero nunca los supe. Sé que
llegó dándole gas a su vespa desde Cardenete y que su mujer, Ana, ocupaba el
asiento del sidecar. Demasiadas curvas en esos diecinueve kilómetros como para regresar
frecuentemente. Vestía como todo aquel posicionado a la sombra de una victoria
que hacía suya y no tengo muy claro si las manos se le tiznaron de pólvora en alguna
trinchera. He de dar por válida la versión que acusaba a un accidente de
bicicleta como el causante de su cojera. Corto de talle, elegante en la
postura, con el bigote recortado según la moda de la época que le identificaba
sobradamente como miembro de un Movimiento llamado a perdurar haciéndose inamovible.
Curioso camaleón como tantos otros que subsistieron holgadamente al socaire de
los himnos. Sus primeros años se vistieron de camisa azul Mahón y corbata negra
con un yugo flechado sobre el ojal de la chaqueta. Su constante transitar
escaleras abajo y escaleras arriba le fueron allanando el camino que tan bien
protegía el tricornio familiar. Manejaba la Hermandad de Agricultores y
Ganaderos desde la atalaya esquinada de la plaza como si de un preboste
berlangueño se tratase a la espera de un discurso soflamador. Sabía moverse
como nadie en las corrientes de un río llamado a fenecer y poco apoco se fue
reciclando. Uno más de otros tantos que dejaron de cantar al sol para contar
las monedas que esas entonaciones les proporcionaron. Se subió al cambio y de
su despacho selló las oportunas mensualidades de quienes se apuntaron a futuras
pensiones convenientemente cotizadas. Manejó intereses bancarios desde la
oficina convenientemente caldeada y pulcramente abierta desde primera hora de
la mañana. Dejó pasar la vida. La gomina del pelo cada vez tuvo menos trabajo y
el perfilado labio superior se convirtió en páramo. Nada parecía querer
recordar a aquello que la Historia calificaba de inadmisible. Uno de los últimos
recuerdos que tengo de él proviene de la oficina que en el modificado Cuartel
de la Guardia Civil se instaló. Pasé a llevarle un comunicado y estaba acabando
de cobrar la mensualidad a quien su espalda curvada daba fe de una vida llena
de sacrificios. Éste se había quitado la boina como signo de pleitesía y
reconocimiento de inferioridad. Pero lo que más me llenó de estupor fue ver
cómo una vez pagado el recibo, el infeliz añadió una propina. Que cada cual
adivine si le fue aceptada o no. Yo con ser testigo ya tuve bastante. Poco
tiempo después, un Seat 131 Supermirafiori, emprendió una ruta de salida sin
posibilidad de regreso.
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