La naranja mecánica
Supongo que este otoño lluvioso y gris que
llevamos se empeña en refrescarme la memoria y llevarme en volandas a aquellas
sesiones de cine. Y supongo también que la sucesión de noticias luctuosas que a
modo de cascada nos llegan ha decidido que fuese esta película la protagonista
de hoy. Para quienes no la hayan visto les recomiendo que lo hagan y saquen las
conclusiones pertinentes. El argumento es muy sencillo: una sociedad futura se ve sometida a la violencia en sus múltiples
variantes. Y como muestra de la misma, una pandilla se dedica a ejercerla desde
el criterio que las drogas y su propia naturaleza dictan. No hay miramientos
hacia las víctimas y la sed de mal se propaga por todo el celuloide a ritmo
vertiginosamente imprevisto. Hasta que las autoridades consideran que este
malestar puede derivar en su contra y buscan solucionarlo. Para ello echan mano
de unas pruebas psicotécnicas que los estudiosos del tema consideran infalibles
para conseguir la reeducación de los hasta ahora violentos. El hecho de
someterlos a dichos métodos logra sacar del espectador el aplauso preventivo
ante la posibilidad indeseada de ser una víctima más de aquellos abominables
seres. Torturas más o menos veladas que acaban dando por resultado el
amansamiento y con ello la paz social. Pareciera que la reconversión ha llegado
y la calma se reposa en el fondo del vaso que empezaba a enfriarse con la
intranquilidad. Es más, aquel que fuera líder de la banda, ha optado por
abrazar la ley y convertirse en defensor extremo de la misma. Un regusto a duda
te queda como interrogante. En aquella ocasión, duró poco y la solución llegó
enseguida. Concretamente llegaron seis soluciones uniformadas de azul,
numeradas con el veintiséis y dispuestas a repartir estopa sin miramiento.
Aquellos que meses antes fueran “manguis” fueron reclutados para formar parte
de la nueva brigada que velaría por la paz de las calles. Debieron pensar que
los cantos de alborozo previos a la marcha de vacaciones trimestrales eran lo
suficientemente peligrosos y optaron por cerrarnos el paso. No, no llevábamos
bombín, ni bates de béisbol, ni botas paramilitares. Por un instante pensé que
la pantalla había decidido hacerse real en la Plaza del Carmen y que la segunda
parte de la película estaba a punto de estrenarse. Tras el amedrentamiento, el
silencio, la despedida y la certeza de que estábamos en el punto de partida
hacia un tipo de sociedad temerosa y presa de sus miedos. Creo que el tiempo ha
venido a corroborar todo aquello y lamentablemente no parece existir una vuelta
atrás.
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