Bohemian Rhapsody
Tantos rumores de excelencia me decidieron a acudir a la sala a
presenciar la vida cargada de éxitos y fracasos de Freddie Mercury, alter ego
de Queen. Y lo primero que me llamó la atención fue lo bien ambientada que
estaba la historia, lo certero que resulta regresar a aquellos años de eclosión
rockera. Un panorama en el que hacerse un hueco musical no precisaba de
disfraces tan habituales hoy en día. Ni
se abusaba de los medios audiovisuales ni se daba gato por liebre a quien
mínimamente contase con algo de juicio a la hora de valorar. Y así, tras una
media hora estirada hacia los cuarenta minutos en los que la atonía parecía
ganar la partida, empezó el auténtico espectáculo. Meciéndose en la soledad que
disimulaba su liderazgo, el auténtico protagonista se nos mostraba desnudo de
cuerpo y alma, carente de afectos y sobrante de poses. Precio de una fama que
suele mostrar la cara más amable para no defraudar a los seguidores delas
estrellas a las que intentan imitar. No se permitirían flaquezas de ánimo a
quien era capaz de envalentonar estadios enteros con su enérgica actuación
protegido por su auténtica familia. Nubes de inconsciencia se van abriendo paso
en medio de la vorágine del éxito y la borrachera del mismo te lleva en
volandas a las cataratas de caída libre. Decepciones en ambos sentidos en los
que la única amarra que le queda para no perecer de soledad es el amor de
aquella a la que quiso y que le sigue correspondiendo. Las malas influencias se
dejan caer como si su ausencia restase credibilidad a semejante biografía.
Percibes el tarareo próximo de las butacas cercanas y te subes a él como
queriendo reivindicar el derecho a que cada cual elija el modo de vida que
quiera. Los estribillos del coro a media voz que se va formando dan testimonio
de pertenencia a la grada que desde el patio de butacas se sueña en Wembley. Años ochenta que dejaron huella no siempre
aceptada por quienes dictaron las reglas. Años de reinado de un modo de hacer,
de cantar, de actuar, de vivir, que tuvo en este genio el icono merecido. Hoy
que tan acostumbrados estamos a ver desfilar por el podio de la fama a ídolos
con fecha inmediata de caducidad se hace imprescindible revisar los méritos.
Puede que más de uno al compararse agachase las orejas y supiese ver que su
escalón está a años luz de aquellos que marcaron época y exhibieron libertades
como bandera de vida. Los inmortales perduran por más que la tierra los quiera
como abono para que florezca el olvido.
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