viernes, 9 de noviembre de 2018


1. Quintín


Hubo tiempos en los que la foresta era lo suficientemente rentable como para convertirse en panal de miel para los maderistas. Acudían al reclamo de la corta y tras los sucesivos permisos se disponían a ello. De la organización y distribución de faenas se encargaba el capataz de turno y de su sapiencia y experiencia se lograba el resultado más o menos esperado. Este era Quintín. Un tipo singular que desde la mirada del niño aparentaba ser un señor todopoderoso al que respetar y temer. Su orondo perfil se coronaba con unos surcos impolutamente peinados y de su guayabera se percibía el abultado valor de su cartera. Los puros venían a asomarse como infantes por la trinchera de su bolsillo superior y la fanfarronería de su dicción no dejaba indiferente a nadie. Poderío destilaba y sobre ese corcel se exhibía y galopaba. Era legendaria su afición a convertir billetes en cerillas con las que prender las nicotinas y del rebufo de su Citroen Tiburón blanco se podían deducir las prisas que el polvo de la carretera intentaba ocultar a su paso. No había nada que se le pusiese por montera y de ello dio fe el sillín de la bicicleta sobre el que decidió posarse para dejarla a la altura conveniente de mis ocho años. Jamás logré levantarlo por más intentos que hiciese. Su huella quedaba clara y seguro que en más de un recuerdo permanece viva. Tan viva como sigue aquella curva peraltada de la Juanherrá de Abajo a la que el destino lo encaminó aquella tarde. La corta de pinos seguía su ritmo y el remolque del tractor empezó a llenarse de troncos con pasaje hacia las lejanas serrerías. Tomando nota mentalmente de los ángulos del terreno, el tractorista dedujo la imposibilidad física de franquear aquella chicane con éxito. Retando al valor y votando al cielo tomó Quintín los mandos del vehículo e ignorando las recomendaciones que le llegaban afrontó el paso. Las leyes de la Física se impusieron y el centro de gravedad descendió rápidamente. Su cuerpo se convirtió en el epicentro  de aquel maderamoto provocado por la osadía y sepultado bajo kilos de resina terminó sus días. Dicen quienes le asistieron que el puro todavía mantenía la vitola cerca de sus labios. Dicen quienes le rescataron que un cierto rictus de derrota intentaba esconderse entre la pluma del remolque. Cuentan quienes le conocieron de cerca que tuvo miedo a perder ante los demás el sello de un carácter que tanto le había costado conseguir. Aquel sí que hubiese sido un final indigno al que no estaba dispuesto a llegar como corolario de su propia vida.       

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