1. Quintín
Hubo tiempos en los que la foresta era lo
suficientemente rentable como para convertirse en panal de miel para los
maderistas. Acudían al reclamo de la corta y tras los sucesivos permisos se
disponían a ello. De la organización y distribución de faenas se encargaba el
capataz de turno y de su sapiencia y experiencia se lograba el resultado más o
menos esperado. Este era Quintín. Un tipo singular que desde la mirada del niño
aparentaba ser un señor todopoderoso al que respetar y temer. Su orondo perfil
se coronaba con unos surcos impolutamente peinados y de su guayabera se
percibía el abultado valor de su cartera. Los puros venían a asomarse como
infantes por la trinchera de su bolsillo superior y la fanfarronería de su
dicción no dejaba indiferente a nadie. Poderío destilaba y sobre ese corcel se
exhibía y galopaba. Era legendaria su afición a convertir billetes en cerillas
con las que prender las nicotinas y del rebufo de su Citroen Tiburón blanco se
podían deducir las prisas que el polvo de la carretera intentaba ocultar a su paso.
No había nada que se le pusiese por montera y de ello dio fe el sillín de la
bicicleta sobre el que decidió posarse para dejarla a la altura conveniente de
mis ocho años. Jamás logré levantarlo por más intentos que hiciese. Su huella
quedaba clara y seguro que en más de un recuerdo permanece viva. Tan viva como
sigue aquella curva peraltada de la Juanherrá de Abajo a la que el destino lo
encaminó aquella tarde. La corta de pinos seguía su ritmo y el remolque del
tractor empezó a llenarse de troncos con pasaje hacia las lejanas serrerías.
Tomando nota mentalmente de los ángulos del terreno, el tractorista dedujo la
imposibilidad física de franquear aquella chicane con éxito. Retando al valor y
votando al cielo tomó Quintín los mandos del vehículo e ignorando las
recomendaciones que le llegaban afrontó el paso. Las leyes de la Física se
impusieron y el centro de gravedad descendió rápidamente. Su cuerpo se
convirtió en el epicentro de aquel
maderamoto provocado por la osadía y sepultado bajo kilos de resina terminó sus
días. Dicen quienes le asistieron que el puro todavía mantenía la vitola cerca
de sus labios. Dicen quienes le rescataron que un cierto rictus de derrota
intentaba esconderse entre la pluma del remolque. Cuentan quienes le conocieron
de cerca que tuvo miedo a perder ante los demás el sello de un carácter que
tanto le había costado conseguir. Aquel sí que hubiese sido un final indigno al
que no estaba dispuesto a llegar como corolario de su propia vida.
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