jueves, 29 de noviembre de 2018


1. Marina  C. Ll.


En base a la memoria que me asiste, su nombre regresó a mí. Regresó, y con ella regresó la mañana en la que tuve el inmenso infortunio de acudir a su consulta. Un problema otorrinolaringólogo necesitaba ser resuelto a la mayor brevedad posible y el destino quiso que el infortunio se vistiera de bata blanca con su nombre y apellidos. Obviaré de momento los mismos para sacarlos a la luz en alguna visita que el futuro me depare. Le llevaré en mano una copia dedicada de este retrato y posiblemente deduzca el tono áspero del mismo. Puede que entonces compruebe lo merecido que lo tiene cuando le recrimine el modo, que no el fondo, de su atención sanitaria. Nada que objetar a sus conocimientos; obviamente, ni puedo ni debo ponerlos en cuestión, faltaría más. Me dedicaré a explicarle cómo se trata a un paciente que acude cargado de nerviosismo y que espera al menos un mínimo de árnica ante el veredicto de su exploración. Probablemente está acostumbrada a soltar abominaciones por su laringe para hacerse de valer más de lo que vale. Probablemente está acostumbrada a verse superior  en la medida que extiende un paño de malos augurios sobre el doliente que la visita. Probablemente está acostumbrada a verse ante el espejo y es  tal la repulsa que se provoca que no acepta ser como es. Probablemente será la trepa que escale los peldaños del organigrama sanitario peloteando al superior y pisoteando al rival. Seguramente es una desgraciada y, o no lo sabe, o no lo quiere aceptar. Seguramente rechaza la alegría porque considera que tras una sonrisa nerviosa de quien se tiende ante ella para dejarse diagnosticar se esconde un ser optimista, y por lo tanto sospechoso. Seguramente echa de menos aquellas técnicas de extirpación de anginas en las que se ataba al incauto mientras las tenazas ejercían de verdugo. Seguramente fue la menos querida y sigue sin superarlo a pesar del tiempo transcurrido. Tiene suerte. Dejé de fumar hace once años y las visitas al servicio de otorrino no me son imprescindibles. Pero me conozco, y sé que si vuelvo a tener problemas, acudiré, buscaré sus atenciones, le firmaré su retrato y mirándola a la cara le dedicaré un  “qué pereza” que tanto me gusta. Igual no sabe cómo reaccionar al ver que alguien que tuvo la oportunidad de cruzarse con ella la sigue recordando, pero para mal. Dicen los que saben que la mejor leña para caldear una chimenea es la de carrasca y puede que la mejor cerilla sea aquella que prende la piña del desahogo.

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