1. Marina C. Ll.
En base a la memoria que me asiste, su nombre
regresó a mí. Regresó, y con ella regresó la mañana en la que tuve el inmenso
infortunio de acudir a su consulta. Un problema otorrinolaringólogo necesitaba
ser resuelto a la mayor brevedad posible y el destino quiso que el infortunio
se vistiera de bata blanca con su nombre y apellidos. Obviaré de momento los
mismos para sacarlos a la luz en alguna visita que el futuro me depare. Le
llevaré en mano una copia dedicada de este retrato y posiblemente deduzca el
tono áspero del mismo. Puede que entonces compruebe lo merecido que lo tiene
cuando le recrimine el modo, que no el fondo, de su atención sanitaria. Nada
que objetar a sus conocimientos; obviamente, ni puedo ni debo ponerlos en
cuestión, faltaría más. Me dedicaré a explicarle cómo se trata a un paciente
que acude cargado de nerviosismo y que espera al menos un mínimo de árnica ante
el veredicto de su exploración. Probablemente está acostumbrada a soltar
abominaciones por su laringe para hacerse de valer más de lo que vale.
Probablemente está acostumbrada a verse superior en la medida que extiende un paño de malos
augurios sobre el doliente que la visita. Probablemente está acostumbrada a
verse ante el espejo y es tal la repulsa
que se provoca que no acepta ser como es. Probablemente será la trepa que
escale los peldaños del organigrama sanitario peloteando al superior y
pisoteando al rival. Seguramente es una desgraciada y, o no lo sabe, o no lo
quiere aceptar. Seguramente rechaza la alegría porque considera que tras una
sonrisa nerviosa de quien se tiende ante ella para dejarse diagnosticar se
esconde un ser optimista, y por lo tanto sospechoso. Seguramente echa de menos
aquellas técnicas de extirpación de anginas en las que se ataba al incauto
mientras las tenazas ejercían de verdugo. Seguramente fue la menos querida y
sigue sin superarlo a pesar del tiempo transcurrido. Tiene suerte. Dejé de
fumar hace once años y las visitas al servicio de otorrino no me son
imprescindibles. Pero me conozco, y sé que si vuelvo a tener problemas,
acudiré, buscaré sus atenciones, le firmaré su retrato y mirándola a la cara le
dedicaré un “qué pereza” que tanto me
gusta. Igual no sabe cómo reaccionar al ver que alguien que tuvo la oportunidad
de cruzarse con ella la sigue recordando, pero para mal. Dicen los que saben
que la mejor leña para caldear una chimenea es la de carrasca y puede que la
mejor cerilla sea aquella que prende la piña del desahogo.
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