miércoles, 14 de noviembre de 2018


1. Antonio y Manola


Una jornada más se abre paso y los balcones que perfilan la mínima cuesta testimonian su presencia. La peña hace tiempo que dio las campanadas horadada de vivencias que de las piñas descienden. Todo comienza como si el tiempo se detuviese, como si no tuviera prisa, decantándose los segundos. Han velado el sueño sobre el mural que habla de vendimias a las que tanto tiempo tuvieron por testigo. Han recorrido la senda común de un paseo que se reafirma en las pisadas vespertinas circundantes. Subidas y bajadas sobre una existencia pareja que manifestó la simbiosis indisoluble de pertenencia común. Abajo quedaron los estantes, las cuentas por abonar, las pagadas, las paciencias. Del mostrador añejo todavía se siguen escuchando los maullidos de la gata que dominaba la cueva ataviada con un cascabel silencioso. Ellos dijeron tantas veces adiós que supieron guarecerse las penas que las lejanías provocaban. Todo lo daban por bien empleado mientras las señas inequívocas del nido quedasen patentes ante los vuelos peregrinos. Y de peregrinos se visten como si quisieran pasar  lista a los límites que las puertas cerradas insisten en mostrar calle tras calle. Hace tiempo que los cartuchos dejaron de compartir parajes y los ladridos ya no son tan cercanos como antes. Ahora las escenas se exigen sobre las tablas de unas obras convenientemente ensayadas y aplaudidas. Reciclaron calendarios como si la negativa a quedarse obsoletos hubiera aparecido exigente ante sus inexistentes dudas. Lucen con orgullo lo conseguido y de los posos de aquellos mostos consiguen destilar tinajas de perseverancias. Las levaduras les acompañan como si de una consagración se tratase en el tabernáculo de una última cena. El pan será consagrado, repartido, compartido; el vino se sentirá sangre de su sangre por partida doble. Allá abajo, el recuerdo anegado por las aguas, seguirá sabiendo a melocotón. Allá arriba, comenzará el descenso hacia el salobre sabor de un sueño que se convirtió en páramo. Nada importa cuando la importancia no tiene permiso de entrada. Sus propios cayados son ellos mismos y cada vez que la noche se cierre sobre las luces de la fuente, un nuevo signo de aprobación, se dedicarán ambos. Testigos de un tiempo, de un paso, de una forma de ser. Dinteles de una misma puerta custodiada desde el cerrojo que la firmeza de los postulados ha sabido engrasar convenientemente. Llega la tarde. Estad atentos. Un bastón de peregrino emprende su marcha diaria. Dos mitades de un todo le acompañan. Son, como  ya sabéis, Manola y Antonio, mis primos. Feliz paseo.    

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