viernes, 10 de mayo de 2019


1. José Saiz


La primera vez que crucé palabras con él fue en la Playeta, una tarde de Julio, con el agua calma, los cangrejos americanos recién llegados, las culebras semiescondidas y los juncos dormitando. Y nada más empezar la conversación, una catarata se abrió de su faringe hacia quienes disfrutábamos de los últimos rayos de la tarde. Sacó a relucir la sapiencia que yo desconocía demostrando el poder litúrgico de las piedras que hablan en presente desde el pasado. Sacó a colación los innumerables vestigios fosilizados que daban testimonio de cuan caprichosa es la tectónica de  placas cuando decide ocultar mares o mostrar planicies. Y acto seguido, como si la premura de la Historia quisiera pedir hueco, los sucesivos saltos a lo largo de la misma vinieron a sumarse al atardecer. Lo dicho, la primera vez. Y a partir de entonces, un sin parar. Unas veces subiendo al Cerro Cabeza de Moya, otras trazando segmentos de fronteras cuasi olvidadas de realengos, otras investigando sobre los usos y abusos que tantas veces las soberbias expanden desde el poder. Y siempre con el ancla echada sobre las aguas del Cabriel. Él, que podría ser el Viriato perpetuo que exige respetos, calza sobre su carcaj las flechas de los pixeles dispuestas a volar en busca de lo oculto o ignorado. Este Robin Hood no se oculta temeroso en el bosque protector´; más bien se manifiesta a plena luz para que la luz se manifieste. Filántropo dedicado a compartir sapiencias que es capaz de legar sin reclamar autorías. Lo suyo es imbuir al cercano, al lejano, al curioso, de un espíritu de aprendiz que busca convertirse en el no ignorante que la mansedumbre diaria ansía en la mayoría de nosotros. Humanista capaz de componer versos mientras la mezcla musical le retrotrae al remix de aquellas locas generaciones. Heraldo al que el mismísimo Belcebú temería en una más que posible pelea de gallos raperos con base vocal.  Guía sempiterno de pasos curiosos que buscan para encontrar y encuentran para abrir los postigos de par en par. Volátil vuelo que permanece al abrigo del nido golondrino que de la Keltiberia reclama cada vez que el otoño llama a la puerta y la alcazaba se erige. Aldaba la suya que nunca hará oídos sordos a la mano que la ase golpeando la recia madera que corona un blasón. Diablo cojuelo que sin necesidad de abrir los tejados se sabe custodio de un legado que sin su firma, probablemente, acabaría olvidado. Contertulio infinito al que una vez descubrí sobre los cantos rodados del río que hoy sigue sumando calendas a la espera de un nuevo crédito de conocimientos que no tardará en llegar

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