1. José Saiz
La primera vez que crucé
palabras con él fue en la Playeta, una tarde de Julio, con el agua calma, los
cangrejos americanos recién llegados, las culebras semiescondidas y los juncos
dormitando. Y nada más empezar la conversación, una catarata se abrió de su
faringe hacia quienes disfrutábamos de los últimos rayos de la tarde. Sacó a
relucir la sapiencia que yo desconocía demostrando el poder litúrgico de las
piedras que hablan en presente desde el pasado. Sacó a colación los
innumerables vestigios fosilizados que daban testimonio de cuan caprichosa es
la tectónica de placas cuando decide
ocultar mares o mostrar planicies. Y acto seguido, como si la premura de la
Historia quisiera pedir hueco, los sucesivos saltos a lo largo de la misma
vinieron a sumarse al atardecer. Lo dicho, la primera vez. Y a partir de
entonces, un sin parar. Unas veces subiendo al Cerro Cabeza de Moya, otras
trazando segmentos de fronteras cuasi olvidadas de realengos, otras
investigando sobre los usos y abusos que tantas veces las soberbias expanden
desde el poder. Y siempre con el ancla echada sobre las aguas del Cabriel. Él,
que podría ser el Viriato perpetuo que exige respetos, calza sobre su carcaj las
flechas de los pixeles dispuestas a volar en busca de lo oculto o ignorado. Este
Robin Hood no se oculta temeroso en el bosque protector´; más bien se
manifiesta a plena luz para que la luz se manifieste. Filántropo dedicado a
compartir sapiencias que es capaz de legar sin reclamar autorías. Lo suyo es
imbuir al cercano, al lejano, al curioso, de un espíritu de aprendiz que busca
convertirse en el no ignorante que la mansedumbre diaria ansía en la mayoría de
nosotros. Humanista capaz de componer versos mientras la mezcla musical le
retrotrae al remix de aquellas locas generaciones. Heraldo al que el mismísimo
Belcebú temería en una más que posible pelea de gallos raperos con base
vocal. Guía sempiterno de pasos curiosos
que buscan para encontrar y encuentran para abrir los postigos de par en par.
Volátil vuelo que permanece al abrigo del nido golondrino que de la Keltiberia
reclama cada vez que el otoño llama a la puerta y la alcazaba se erige. Aldaba
la suya que nunca hará oídos sordos a la mano que la ase golpeando la recia
madera que corona un blasón. Diablo cojuelo que sin necesidad de abrir los
tejados se sabe custodio de un legado que sin su firma, probablemente, acabaría
olvidado. Contertulio infinito al que una vez descubrí sobre los cantos rodados
del río que hoy sigue sumando calendas a la espera de un nuevo crédito de
conocimientos que no tardará en llegar
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