sábado, 25 de mayo de 2019


El libro de los imbéciles
Acabo de escribir y borrar cinco veces el inicio de esta crítica. No sé exactamente cómo referirme al hecho en sí de valorar la importancia que un título tiene en una obra literaria. Probablemente más del que me imagino. De dicho título dependerá la fuerza del imán que te lleve a adquirirla, leerla, comentarla. Igual, sin ser consciente de ello, precisamente por ello, recogí de los estantes ignorados de Paris Valencia este ejemplar y me puse a la faena. Como si de una lista de clase se tratase, veinticuatro de los supuestos imbéciles aparecen retratados por Salvador Sostres. A modo de reflexión, el autor va diseccionando los bocetos de todos y cada uno de ellos con cierto toque provocador. Parece que desde su personal chaise longe lanza a cierta distancia los brochazos sarcásticos agridulces de los involuntarios modelos a los que retrata. Se yergue desde las teclas mirando de modo, a veces despectivo, a veces cruel, las menos comprensivo, a los infelices que sitúa peldaños más abajo. Castas que apenas merecen ser valoradas en un intento de convertirse en el Tom Wolfe que no llega a ser ni de lejos. Este émulo de sátiro pecaminoso hace gala a través de sus renglones de un cinismo más propio del niñato malcriado de una burguesía decadente que de un dandy de la pluma que se sueña  Óscar Wilde. Va de sobradito pero le falta ese punto de crédito que haría posible la existencia de la complicidad del lector que le envidiara. No, no se puede caligrafiar una lista de imbéciles cuando desde el principio la rúbrica acapara egoístamente todos los números de la agenda. No es gracioso porque la gracia nace del malabarismo inteligente que huye de la prepotencia. No es creíble, ni siquiera imaginable, ni siquiera amena, porque los cercos de sudor que van dejando las axilas de su egolatría, huelen a rancio perfume pirateado envuelto en falso cartón.  Sea como fuere, mi enhorabuena por el acierto del título, y mi aviso a quien pueda interesar. A partir de ahora prestaré especial cuidado en adentrarme un poco más en las obras que decidan cruzarse en mi senda lectora para evitarme chascos como este. Probablemente, vamos, seguro que sí, por más que lo intente, acabaré siendo el vigésimo quinto imbécil que no reflexiona y se deja llevar por una primera impresión. Eso sí, si por una casualidad se reeditase esta obra, por dios, que no me añada con el sobrenombre de lector imbécil, que ya me he dado cuenta nada más acabar semejante lectura.

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