El libro de los imbéciles
Acabo de escribir y borrar
cinco veces el inicio de esta crítica. No sé exactamente cómo referirme al
hecho en sí de valorar la importancia que un título tiene en una obra literaria.
Probablemente más del que me imagino. De dicho título dependerá la fuerza del
imán que te lleve a adquirirla, leerla, comentarla. Igual, sin ser consciente
de ello, precisamente por ello, recogí de los estantes ignorados de Paris
Valencia este ejemplar y me puse a la faena. Como si de una lista de clase se
tratase, veinticuatro de los supuestos imbéciles aparecen retratados por
Salvador Sostres. A modo de reflexión, el autor va diseccionando los bocetos de
todos y cada uno de ellos con cierto toque provocador. Parece que desde su
personal chaise longe lanza a cierta distancia los brochazos sarcásticos
agridulces de los involuntarios modelos a los que retrata. Se yergue desde las
teclas mirando de modo, a veces despectivo, a veces cruel, las menos
comprensivo, a los infelices que sitúa peldaños más abajo. Castas que apenas
merecen ser valoradas en un intento de convertirse en el Tom Wolfe que no llega
a ser ni de lejos. Este émulo de sátiro pecaminoso hace gala a través de sus
renglones de un cinismo más propio del niñato malcriado de una burguesía
decadente que de un dandy de la pluma que se sueña Óscar Wilde. Va de sobradito pero le falta ese
punto de crédito que haría posible la existencia de la complicidad del lector
que le envidiara. No, no se puede caligrafiar una lista de imbéciles cuando
desde el principio la rúbrica acapara egoístamente todos los números de la
agenda. No es gracioso porque la gracia nace del malabarismo inteligente que
huye de la prepotencia. No es creíble, ni siquiera imaginable, ni siquiera
amena, porque los cercos de sudor que van dejando las axilas de su egolatría,
huelen a rancio perfume pirateado envuelto en falso cartón. Sea como fuere, mi enhorabuena por el acierto
del título, y mi aviso a quien pueda interesar. A partir de ahora prestaré
especial cuidado en adentrarme un poco más en las obras que decidan cruzarse en
mi senda lectora para evitarme chascos como este. Probablemente, vamos, seguro
que sí, por más que lo intente, acabaré siendo el vigésimo quinto imbécil que
no reflexiona y se deja llevar por una primera impresión. Eso sí, si por una casualidad
se reeditase esta obra, por dios, que no me añada con el sobrenombre de lector
imbécil, que ya me he dado cuenta nada más acabar semejante lectura.
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