martes, 21 de mayo de 2019


Son de mar

Quiero pensar que las casualidades de una elección al azar jugaron a favor cuando me crucé con esta novela de Manuel Vicent. Estoy por asegurar que el deambular de la trama por el barrio del Carmen, la Malva-Rosa o el Mediterráneo en general también contribuyó lo suyo a hacérmela cercana. Probablemente los paralelismos con la Odisea a través del salto de los siglos quisieron  ejercer de vía conexa entre las historias. Sea como fuera, lo cierto es que es de esas obras  que te provocan desazón conforme ves que el final se acerca. Descubres cómo de la mano del amor se van meciendo las esperanzas al compás de unas velas que insisten en mecer al cascarón de una nave varada desde hace tiempo. Como si del sueño adolescente testigo de un guion cinematográfico se tratase, los protagonistas se embarcan en un ir y regresar por el capricho que la utopía desencadena en ese mar de Ítaca tan proclive a las leyendas.  Ella aferrada a un óxido que envejece hacia un herrumbroso destino y él volando en pos de los horizontes que el azul del cielo le ofrece. De uno al otro confín la filosofía de su sentimiento realiza escalas como si la búsqueda de la piedra definitiva supusiera en sí misma el motivo último de ese viaje. Y el tiempo pasando en brazos de los interrogantes colgados de una solapa de smoking permanentemente manchado. Y el convidado de piedra ocupando el tercer puesto reservado a quien nunca podrá acceder al podio crediticio que se cree merecer. La narración descansando en los bajíos como si temiera embarrancar o ser víctima de los cayos ocultos que insisten en abrir una vía de agua. La prosa descolgándose a modo de estrellas a las que dar vida desde el sextante del puente de mando. El perfil de la costa engalanándose de oropeles pagando un precio sin posibilidad de cambio. Pareciera que el olor a brea se filtra a través de los capítulos y que el telar de una Penélope seguirá inconcluso por más insistencias que  le lleguen. Caballo de Troya cuyo busto perece sumergido en el aljibe del olvido al que solamente los leprosos del sentir tendrán acceso. Metáfora sublime de cuánto implica el hecho de vestirse con jirones cuando las sedas no consiguen resaltar las tristezas.  Modos de envidiar a alguien que es capaz de escribir de semejante modo poniendo en salazón la propia envidia del lector que se sueña sin alcanzar a serlo. Magnífica obra, señor Vicent, que como no podría ser de otro modo, se sube al sol que hace gala de vestirse de gala cada vez que pasea por Valencia.   Cíclica historia donde el principio se funde con el epílogo de modo perpetuo, como todas las leyendas, desde todos los tiempos. Sé que a partir de ahora cada vez que mis pasos vuelvan a recorrer las baldosas caballerescas mis ojos buscarán a través de los muros las sombras de aquellos que dieron vida y sentido a esta novela que tuve la suerte de paladear como solamente se paladean los néctares de la hermosura.

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