Café
Supongo que la moda ha impuesto su
criterio y la asepsia paranoide ha completado el puzle. Todo o casi todo gira
en torno al envasado y como derivación final al encapsulado. Primero empezaron
las grageas que dejaron de dispensarse a granel para ser suministradas
envueltas en plástico y ahora le toca el turno al café. Sí, a ese aditivo
despertador que de buena mañana nos pone las pilas, le ha tocado en suerte
apuntarse a la moda. Evidentemente, cualquier cambio necesita de un catalizador
y la publicidad no es ajena a ello. De modo que un rostro agradecido empezó
alabando las excelencias de las cápsulas cafeteras y todo comenzó a rodar. A
mí, como que no me gustaba. Me daba la sensación de estar destilando un
contenido hartamente sospechoso y no me atrevía a probarlo más que en casos de
extrema necesidad. Todavía estaba fresco el recuerdo de aquel artefacto que
llegaba de Andorra al que se le vestía con un filtro y se le calzaba con una
jarra de plástico. Tu cocina se acababa pareciendo a la comisaria del teniente
Furilo a punto de salir a patrullar y el sabor no te lo despegabas de la glotis
en todo el día después del primer trago. Atrás quedaron aquellos cafés recién
ordeñados tras una no menos reciente molienda, a mano, si era posible. La casa
se llenaba de un aroma que invitaba a volverse a la cama o salir a pasear y
prescindir del camino hacia el trabajo. Cuando las prisas no existían o eran
ignoradas, la sobremesa la presidía un café, a veces acompañado por un cigarro
o dos y por algún acompañamiento licoroso. Grandes timbas de media hora al tute
jugándote el precio de los cuatro que poblaban la mesa se organizaron a la
espera de que la tarde transcurriese a ritmo lento. Nada queda de aquello,
lamentablemente. Ni siquiera el café. Se nos ha olvidado que la urgencia es una
trampa en la que caemos y por ello hemos dado paso a la moda. Acabo de sucumbir
y me siento raro. No sé qué modelo escoger, ni de qué variedad, ni de qué especificaciones.
Torpe en grado sumo cercano al suicidio mientras el riesgo se asomo por el
pitorro del robot. Me mira como si viese en mí al converso cautivo que no ha
sabido resistirse y sonríe goteando los últimos restos de la primera cápsula.
Derrotado mantengo la cucharita de plástico sobre los labios como si quisiera
implorarme perdón al no haber resistido la tentación. Dudo mucho que mi perfil
empiece a asemejarse al actor que prometió éxitos y hasta que llegue el momento
de la definitiva desilusión, haré como que no estoy afectado. De las secuelas
digestivas espero clemencia y cierto acomodo a la nueva ingesta que tan extraña
le parece a mi intestino. Acabo de comprender que la metáfora de la vida se ha
abierto de nuevo ante mis ojos y me anticipa una cápsula final como morada
previa al final. Empiezo a verme como la crisálida que espera metamorfosearse
en el lepidóptero jamás sospechado. Tiempo al tiempo. Al final,¿ un capullo
más, qué importancia tiene?
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