Salir a pasear bajo la lluvia
Como si
un arrebato ancestral despertase a la urgencia decidí salir a pasear. Las condiciones
eran las idóneas. Llovía con cierta intensidad, el viento era lo
suficientemente frío y el pavimento resbalaba traicionero. Perfecto, todo
perfecto. El paraguas kilométrico anunciaba un inmediato resquebrajamiento y las
hojas alfombraban las aceras como si de un tapiz procesionario se tratase. Me
calcé los auriculares a la espera de alguna charla radiofónica amena que me
acompañase y decidido a completar los diez mil pasos comencé la ruta. Los pasos
cortos me aseguraban la estabilidad desestabilizada por las ráfagas ventosas y
sentí la carencia de un número impar de manos que pudieran auxiliarme en tan
disparatadas circunstancias. Arreciaba la lluvia y traicioneramente se me
colaba por la nuca ese canalón perfecto que buscaba la rabadilla. Apreté el paso
creyendo que con ello lograría desanimar al aguacero y volví a sentirme
derrotado. No había otra opción que no fuese asumir con cierta dignidad mi
fracaso. Uno más. Y de pronto, como queriendo mostrarse magnánima, apareció.
Ocupaba la cara sur que la dualidad del operario le había asignado y allí
estaba. Su gemela había desaparecido y la sensación de orfandad brillaba a
través de las teclas tanto tiempo en desuso. Colgaba su silencio desde la empuñadura
rojiza que semejaba sangre de batallas acaecidas. El cajetín adolecía del eco
tintineante de las monedas de ayer y la ranura del crédito permanecía intacta.
Paré con disimulo bajo el alero de una farmacia y la miré fijamente. Por un
momento sentí deseos de buscar en el monedero para ver de qué modo podía
rescatarla de la ignorancia. Volvían a faltarme manos y tuvo que ser el cuello
quien se ofreciese voluntario a sujetar las varillas húmedas que mal impedían
el goteo. No pude resistirme. Introduje las monedas perdidas y marqué al azar. Uno,
dos, tres, cuatro y cinco fueron los toques que regresaban al auricular
ensangrentado de aquel espray. Por fin, a punto de colgar, una voz respondió
desde el otro lado. No supe qué decir. Se le adivinaban unas cuerdas vocales
tan poco acostumbradas a la charla que por un momento pensé en mentir. Pregunté
por un nombre al azar y al recibir un “se
ha equivocado” por respuesta supe que
había cumplido y dejé que el silencio pusiera fin a un nuevo final de los que
tantos acumulaba. Dentro del impermeable, protegido del aguacero, otro teclado
me miraba absorto sin saber qué decisión me había llevado a actuar así. Cualquier
día de estos, cuando vuelva a llover, se lo explicaré.
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