domingo, 28 de enero de 2018


Salir a pasear bajo la lluvia


Como si un arrebato ancestral despertase a la urgencia decidí salir a pasear. Las condiciones eran las idóneas. Llovía con cierta intensidad, el viento era lo suficientemente frío y el pavimento resbalaba traicionero. Perfecto, todo perfecto. El paraguas kilométrico anunciaba un inmediato resquebrajamiento y las hojas alfombraban las aceras como si de un tapiz procesionario se tratase. Me calcé los auriculares a la espera de alguna charla radiofónica amena que me acompañase y decidido a completar los diez mil pasos comencé la ruta. Los pasos cortos me aseguraban la estabilidad desestabilizada por las ráfagas ventosas y sentí la carencia de un número impar de manos que pudieran auxiliarme en tan disparatadas circunstancias. Arreciaba la lluvia y traicioneramente se me colaba por la nuca ese canalón perfecto que buscaba la rabadilla. Apreté el paso creyendo que con ello lograría desanimar al aguacero y volví a sentirme derrotado. No había otra opción que no fuese asumir con cierta dignidad mi fracaso. Uno más. Y de pronto, como queriendo mostrarse magnánima, apareció. Ocupaba la cara sur que la dualidad del operario le había asignado y allí estaba. Su gemela había desaparecido y la sensación de orfandad brillaba a través de las teclas tanto tiempo en desuso. Colgaba su silencio desde la empuñadura rojiza que semejaba sangre de batallas acaecidas. El cajetín adolecía del eco tintineante de las monedas de ayer y la ranura del crédito permanecía intacta. Paré con disimulo bajo el alero de una farmacia y la miré fijamente. Por un momento sentí deseos de buscar en el monedero para ver de qué modo podía rescatarla de la ignorancia. Volvían a faltarme manos y tuvo que ser el cuello quien se ofreciese voluntario a sujetar las varillas húmedas que mal impedían el goteo. No pude resistirme. Introduje las monedas perdidas y marqué al azar. Uno, dos, tres, cuatro y cinco fueron los toques que regresaban al auricular ensangrentado de aquel espray. Por fin, a punto de colgar, una voz respondió desde el otro lado. No supe qué decir. Se le adivinaban unas cuerdas vocales tan poco acostumbradas a la charla que por un momento pensé en mentir. Pregunté por un nombre al azar y al  recibir un “se ha equivocado”  por respuesta supe que había cumplido y dejé que el silencio pusiera fin a un nuevo final de los que tantos acumulaba. Dentro del impermeable, protegido del aguacero, otro teclado me miraba absorto sin saber qué decisión me había llevado a actuar así. Cualquier día de estos, cuando vuelva a llover, se lo explicaré.      

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