Ratonera de nieve
Hace
años, llevado por la moda, decidí adquirir un todo terreno. Así, sin más, un
todo terreno. De tres puertas, no demasiado largo, bastante cuadriculado y con
un aspecto coreano poco indisimulado. Atractivo a los ojos y sobre todo a las
ilusiones de convertir mi transitar por las carreteras en un remedo de
aventurero dakarí. Ilusiones vanas que poco a poco fueron dando paso a la
realidad del tránsito. A decir verdad, calculo que las excursiones monteras
podía resumirlas en doscientos kilómetros siendo optimista en el cálculo. Todo
lo demás, paseos por asfaltos más o menos parcheados y eso sí, a más altura que
la del resto de los mortales. Pura ilusión, ya digo. De hecho estaba deseando
ser partícipe de alguna nevada copiosa que viniese a darme la razón y todavía
la estoy esperando. Previamente, y por si acaso, completé los escasos huecos
que quedaban con todo tipo de aditamentos ante las irremediables contrariedades
que seguro me saldrían al paso. Planchas antiempanzamientos areneros, gatos hidráulicos
más propios de tonelajes excesivos, inclinómetros equilibradores, extintor ante
la llegada de un inminente incendio del motor y creo que dos palas y una
eslinga. Un sinfín de artilugios que obviamente no llegué a estrenar y que ya
no sé ni dónde los he dejado. Por supuesto el móvil aquel que parecía un
ladrillo caravista convenientemente cargado. Todo por si, y nada al azar. Pasó
el tiempo. Aquel estribo se hizo excesivo para alcanzar el puesto de conducción
y las estaturas crecieron menguando espacios. No había remedio posible ante mi
desilusión. Las nevadas y yo no coincidíamos y la tracción integral solamente
la utilicé para comprobar que existía y percibir el ruidoso eco de de bajo del
capó. Aquel sueño de verme como Ari Vatanen espoleando los neumáticos jamás se llegó a cumplir y he
de confesar que cierto poso de amargura me dejó. Así que decidí desprenderme de
este caballo de hierro que había tocado menos monte que una gasolinera y no
creo que vuelva a reincidir en otra adquisición similar. Y visto el descontrol
que se ha formado en las autopistas me pregunto si aquellos osados conductores
que se han visto atrapados en ellas no habrán echado de menos ese pack de
supervivencia estilo McGiver que la paranoia me aconsejó. Tiempos actuales en
los que dejamos que los demás nos resuelvan los problemas desoyendo las mínimas
precauciones. Tiempos en los que los irresponsables confían en que los paganos
se busquen la solución sin anticiparse a los problemas. Tiempos en los que la
certificación de conductor se obtiene en base a un examen plagado de trampas y
carentes de soluciones viales. Tiempos, curiosamente cargados de cadenas
invisibles, inmovilizadoras y punitivas. Tiempos modernos en los que someternos
a los engranajes chaplinianos del absurdo error sin culpable que lo asuma.
Ratoneras en las que permanecer procesionando a la espera del paso de las andas
salvadoras sin una saeta que llevarse a la faringe. Y mientras, todos culpándose
sin mirarse al espejo a la espera del deshielo. Absurdo tras absurdo, sumado al
absurdo precedente. Creo que si vuelvo a cambiar de coche pediré que lleve el
suficiente equipamiento como para poder sacarme las castañas del fuego o mejor,
el frío de las heladas. Mientras tanto, que la responsabilidad de los
irresponsables salga a la luz y paguen las consecuencias sería lo deseable.
Lamentablemente, también fue deseable por mi parte disfrutar de la nieve y
nunca tuve la suerte ni la osadía de llevarlo a cabo. Sería el miedo a la nevada
copiosa que sacase a la luz mis nulas aptitudes de autorrescate.
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