Las bicicletas no tienen marcha
atrás
Creo recordar que fue un triciclo
del que apenas tengo impresa la imagen el primer vehículo sobre el que empecé a
notar cómo el movimiento se acompasaba a mis pies sin tocar suelo. Me
desplazaba de aquí para allá en una incesante búsqueda de rutas imaginarias.
Raras veces probé pedalear hacia atrás; suponía un esfuerzo absurdo y un riesgo
innecesario. Como mínimo podrías tropezar contra algo mucho más fuerte y
partirte la crisma. Por eso no puedo afirmar o negar si tuve habilidad en ir
contracorriente. Lo más probable será que aquella bicicleta con ruedas supletorias,
de color azul, de piñón fijo, tampoco me administrase los conocimientos imprescindibles
sobre el retroceso sin bajarse del sillín. A ella le siguieron tres más y nada,
ninguna ha sido capaz de enseñarme a retroceder. Como mucho fueron y son condescendientes
al permitirme girar en un arco suficientemente grande para dar la vuelta. Y
todos sabemos que cualquier camino de vuelta siempre es distinto al de ida por
muy similar que parezca. Si ya lo pasaste quedó pasado y el nuevo no será ni de
lejos el mismo. De modo que parece que ese lema se me adhirió y nunca ha dejado
de ser parte de mi existencia. Ciclos que pasaron forman parte de un recuerdo
más o menos asentado, más o menos recordado, en absoluto añorado. Nada me
provoca más tristeza que ver amarrado un barco a puerto sin querer ver el
orificio oxidado que luce su casco. Sabe que si la más mínima travesía le
saliese a retar, el naufragio quedaría como sello definitivo de lo que fue y ya
hace tiempo dejó de ser. No, no tiene ni siquiera la posibilidad de colocarse
un piñón fijo que le enseñe a llevar el timón hacia atrás. El salitre ha
oxidado las fisuras y las amarras pesan más de lo que imagina. Ve pasar por la
escollera a los pedaleantes cargados de ilusiones en busca de horizontes
abiertos y siente envidia. Inmóvil, cargado de fantasías, moribundo. Con un
poco de suerte alguien le prestará atención y trazará sobre su quilla el
pentagrama de una habanera que languidecerá sin remedio. Pronto será llevado a
la atarazana desguazadora en la que nadie será capaz de remediar su estado.
Mientras tanto, a la espera de ese momento queda. Sabe que en el fondo le habría gustado ser lo
que no es. Quizás una bicicleta capaz de lanzarse a cruzar los caminos abiertos en tierra firme. Acaba
de descubrir que las bicicletas no tienen marcha atrás. Desde luego la mía no y a estas alturas tampoco se lo voy a pedir.
Me da pereza y ya sé que cuando se está más cerca de la línea de meta que de la
de salida, todo importa mucho menos.
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