martes, 30 de enero de 2018


Mono


Siempre ha sido una palabra de lo más variopinta, reutilizable, acomodaticia. Ha servido para designar al primate antecesor nuestro y precursor de la inteligencia que se supone que nos viste. Ha actuado como paterner de un Tarzán arborícola matacocodrilos y jinete de elefantes. Ha dado rienda suelta a la alegría en el circo ante la atenta mirada de los niños que le hacían muecas imitatorias para disimular su temor. Ha llegado a ser protagonista de películas futuristas en las que  Charlton Heston se daba por vencido ante la hecatombe imprevisible. Incluso ha llegado a ser un astronauta llamado Albert que marcó el camino a los que le siguieron.  Aizkolari de osamentas en una odisea que se supuso anterior en el tiempo. En resumen, mil y unas capacidades le avalan y como tal se fueron ganando el respeto generación tras generación. Si nos decantamos por el lado lúdico, ha dado imagen al silencio, a la sordera y a la ceguera en un intento de no dar pie a controversias testimoniales. Incluso ha sido la carátula de una botella de anís que tantos sonidos cristalinos arrancase en las noches navideñas. De nada le ha servido tanto esfuerzo y fecundidad, de nada. Todo aquel respeto que se le suponía se ha venido abajo al salir a la luz su novedoso papel como yonki de anhídridos. Parece ser que alguien sugirió la posibilidad de someterlos a unas cámaras de gas combustible para comprobar el efecto letal de los monóxidos en las vías respiratorias de dichos primates. Sin la más mínima permisibilidad les han ido sometiendo a unas sesiones opiáceas en las que los inocentes animales degustaron lo que ni sospechaban ni querían. Humos incesantes en busca de respuestas bronquíticas sobre las que ajustar catalizadores y evitar sanciones. Y allí, ellos, silenciosamente sumergidos en esas nubes tóxicas sin probabilidad de escape posible. Quizás en algún momento lanzaron miradas de envidia hacia los monos que vestían los operarios y llegaron a pensar lo cruel que había resultado la polisemia para ellos. Probablemente más de uno fuese sometido a sesiones de abstinencia para comprobar hasta qué punto el mono lo soportaba el mono. No sé, ni quiero planteármelo. Lo que sí queda en evidencia es el nivel de crueldad al que puede llegar el llamado homo sapiens al intentar conseguir resultados al precio que sea. Sin duda habría que revisar la nomenclatura y declarar al homo, mono. Igual resultaba más rentable someter a estos verdugos a semejantes pruebas y que luego rellenasen un cuestionario mientras tosían descompuestos. Tanta tecnología para acabar en el mismo nivel de barbarie de siempre. Lo peor de todo será escuchar cuando estrenemos uno de esos coches testeados a alguien que nos diga que es  “muy mono” el modelo elegido. Darán ganas de asirse a una liana y salir pitando.

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