lunes, 8 de enero de 2018


La Guillotina



El fin último de la poesía debe ser el de despertar emociones que tantas veces quedan reducidas en la estantería del olvido. Unas por pereza y otras por exceso de pudor, los poemas suelen permanecer ocultos como si temiésemos el veredicto del juicio del lector inquisidor. Vale, se admite, se comprende. Pero cuando los versos deciden convertirse en vengadores de agravios, defensores de insolencias, o celadores de gilipolleces, entonces salen a la luz y proclaman el sea lo que dios quiera. Un grito de libertad a la espera de que quien se vea retratado sepa reconocerse y en los sarpullidos que tal lectura le provoque lleve para siempre la rúbrica de su condena. Insolentes, pendencieros, botarates, ilusos, imbéciles inconscientes de serlo, todos y todas tendrán el marco barnizado que merecen para colgar en el ángulo más hermoso de su salón el retrato merecido. Quizá alguno luzca como trofeo de caza autónoma ese galardón al no entender siquiera la doble intención de la sátira y dé por halago lo que no deja de ser un puyazo inmisericorde. Más de dos se disputarán la posesión del trofeo que les cataloga de lo que son y no quieren ver. Y todo vestido con la sutileza del lenguaje  que tantas y tantas acepciones permite. Un gesto de caída libre de la cuchilla seccionadora para depositar en el cesto de mimbre la casquería y el envoltorio de ese cerebro hueco y a veces malvado. Os aseguro que el resumen de cada poema supone una bocanada de aire fresco en el que la única concesión es el eufemismo autoimpuesto. Más que nada para que el imbécil que no se reconoce tenga abierta la puerta a la inteligencia en un mínimo esfuerzo por razonar cuanto lee. Doy fe de cómo se lo pasó el autor pincelando los trazos que envolvían caracteres y formas de actuación y de cómo las carcajadas se sometieron al presidio de lo evitable para no añadir calificativos al lego que no supo verse. No os la perdáis. Seguro que más de uno cuando lea este poemario sabrá de quién se habla en él y le pondrá rostro. No os preocupéis, seguro que el rostro se multiplica en cada lector y en un acto de compasión malévola recomienda dicha lectura al poseedor de semejante perfil. De la respuesta que obtenga, allá cada cual. La intención quedó clara desde el principio y si algo tiene de bueno cualquier principio son los finales que le dan sentido. Y si llegado el caso, alguno de los que disfrutan de la lectura se ve a sí mismo degollado, que no se preocupe; todos tenemos un cadalso y es cuestión de no pisarlo sin sabernos reos. Ciento once sátiras dan para esto y mucho más. Del desahogo que supuso sacarlas a la luz ya responderá la crítica, si es que se atreve. Del placer que brotó al erigir La Guillotina da fe la sonrisa que se me dibuja cada vez que la releo y me regodeo en dicha lectura.

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