La Guillotina
El fin último de la poesía debe ser el de
despertar emociones que tantas veces quedan reducidas en la estantería del
olvido. Unas por pereza y otras por exceso de pudor, los poemas suelen
permanecer ocultos como si temiésemos el veredicto del juicio del lector
inquisidor. Vale, se admite, se comprende. Pero cuando los versos deciden
convertirse en vengadores de agravios, defensores de insolencias, o celadores
de gilipolleces, entonces salen a la luz y proclaman el sea lo que dios quiera.
Un grito de libertad a la espera de que quien se vea retratado sepa reconocerse
y en los sarpullidos que tal lectura le provoque lleve para siempre la rúbrica
de su condena. Insolentes, pendencieros, botarates, ilusos, imbéciles
inconscientes de serlo, todos y todas tendrán el marco barnizado que merecen
para colgar en el ángulo más hermoso de su salón el retrato merecido. Quizá
alguno luzca como trofeo de caza autónoma ese galardón al no entender siquiera
la doble intención de la sátira y dé por halago lo que no deja de ser un puyazo
inmisericorde. Más de dos se disputarán la posesión del trofeo que les cataloga
de lo que son y no quieren ver. Y todo vestido con la sutileza del
lenguaje que tantas y tantas acepciones
permite. Un gesto de caída libre de la cuchilla seccionadora para depositar en
el cesto de mimbre la casquería y el envoltorio de ese cerebro hueco y a veces
malvado. Os aseguro que el resumen de cada poema supone una bocanada de aire
fresco en el que la única concesión es el eufemismo autoimpuesto. Más que nada
para que el imbécil que no se reconoce tenga abierta la puerta a la
inteligencia en un mínimo esfuerzo por razonar cuanto lee. Doy fe de cómo se lo
pasó el autor pincelando los trazos que envolvían caracteres y formas de
actuación y de cómo las carcajadas se sometieron al presidio de lo evitable
para no añadir calificativos al lego que no supo verse. No os la perdáis.
Seguro que más de uno cuando lea este poemario sabrá de quién se habla en él y
le pondrá rostro. No os preocupéis, seguro que el rostro se multiplica en cada
lector y en un acto de compasión malévola recomienda dicha lectura al poseedor
de semejante perfil. De la respuesta que obtenga, allá cada cual. La intención
quedó clara desde el principio y si algo tiene de bueno cualquier principio son
los finales que le dan sentido. Y si llegado el caso, alguno de los que
disfrutan de la lectura se ve a sí mismo degollado, que no se preocupe; todos
tenemos un cadalso y es cuestión de no pisarlo sin sabernos reos. Ciento once
sátiras dan para esto y mucho más. Del desahogo que supuso sacarlas a la luz ya
responderá la crítica, si es que se atreve. Del placer que brotó al erigir La
Guillotina da fe la sonrisa que se me dibuja cada vez que la releo y me regodeo
en dicha lectura.
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