domingo, 2 de febrero de 2014


Alma vacía

Vivía entre las miserias que el vivir a medias lega a los cobardes. Todos los años que le habían precedido llegaron cargados de miles de proyectos entre los que ocupaba un lugar relevante la perpetua conquista. Agraciado, agradecía al espejo la imagen que lucía y en base a ella escudaba las últimas intenciones con presumible idéntico final. Pasó sus primaveras en el vano intento de retardar el paso a aquellos ludos que le proporcionaban alegrías tan ficticias como falsamente creíbles. Atracó en el puerto que a todas luces pensó definitivo quien se postulaba como marinero de abiertos mares que explorar con velas libres. Erró, y a pesar de ello, fingió su yerro. Según cómo la jornada se presentase aparecía la esperanza en su vida y en ella remaban la tristeza o la alegría con alternancia cruel del galeote desdichado que ocupaba su puesto. Llegó a amar de tal modo que creyó ser merecedor de tales ofrendas que el Olimpo le otorgaba sin querer reconocer que sólo era capaz de amarse a sí mismo. Irredento del infierno en el que poco a poco fue convirtiendo su existencia al paso que las canas marcaban por más intentos que pusiese de su parte para recluirlas. Era dichosamente infeliz y se creía, desgraciadamente, feliz. Adoleció de los arrestos para sincerarse y clamó arrestos de su conciencia a aquellas que fueron suyas. Tuvo a bien cumplir la norma que la sociedad espera de quien cubre etapas y de nuevo erró. Había nacido en la cuna del egoísmo y no fue capaz de renunciar a él. Tomó de todas lo que generosas le dieron aquellas ilusas que se negaban a creer su no compartir. Las rebajó y tendió a sus alrededores las luces de gas que las adormecieron entre lágrimas de incomprensiones. No quiso rectificar por saberse alumno avezado de la enciclopedia que él mismo diseñó para su goce hedonista. Cientos de veces perjuró en falso las redenciones de su malévola conciencia y cientos de veces redimió para sí la misma falsedad. Había trazado unos límites en los que siempre dejó un margen para la flaqueza que le tomó por sumiso. Y llegada la que consideraba una más, la venganza le vino en bandeja de plata. Esta vez, quizás por efecto de los años, sucumbió víctima aquel que siempre se supo verdugo. Supo de las llagas que fue esparciendo en su propia piel y no fue capaz de pedir clemencia al infinito. En ella se reunieron todas las afrentas que hubo provocado y en una sola se redimieron. Probó de la cicuta más amarga que suele tener reservado el destino a aquellos que juegan con fuego sin saber que acabarán prendido en las últimas chispas que de las cenizas resurjan. Vedlo y compadecedlo. Es aquel que camina cabizbajo, aquel que esconde su rostro, aquel que lleva, y lo sabe, vacía su alma.

 

Jesús(defrijan)

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