jueves, 27 de febrero de 2014


Mi parte del tesoro

Érase una vez un iluso pirata que diseñó su travesía entre las aguas azules del gozo y la alegría. Una pirata que cojeaba desde la carcoma del silencio hacia la proa del navío que desplegaba las velas hacia los ónices vivos que iluminaban sus noches. Su parche guiñaba a las sonrisas que se le escapaban al contemplar la suerte que se había apoderado de él desde aquella madrugada de Febrero en la que cruzó por los arrecifes dolientes que moraban próximos. Allí, en medio de la niebla que el tiempo había decidido esparcir, oteó la playa sobre la que se erigía la luna complacida que invitaba al reposo. Y encaminó su navío procurando no encallar en las arenas que pudiesen surcar la quilla para detener su avance. Sabía que el momento de repartir el tesoro entre la tripulación había llegado, y antes de desembarcar, dejó que los demás optasen a todo lo que ansiaban. Excepto a la imagen dorada de una sirena alegre que le cautivó desde el primer instante, desde su primer susurro. La vio y supo que sería para él el amuleto no pedido que el destino le enviaba. Sabía que su valor superaba en creces a los oropeles que pugnaban por salir del cofre al que se asomaban los otros. Supo ver en ella al talismán que colgaría de los harapos de su piel conforme pasasen los años. Se sintió feliz por la elección, y no tuvo que dar explicaciones del porqué de su falta de codicia en el reparto del botín que la vida le aportaba. Era feliz y cuando el tapiz de salitres se tendió a los reflejos de la noche, miró al firmamento y dio las gracias. Y a partir de entonces, siempre, siempre, la llevó consigo. Nada le apenaba más que alegrarse del paso de las estaciones en las que sus pasos se acortaban y la mirada se turbaba de escaseces. Se le veía pleno y no hubo taberna a la que no asistiese sin dar muestras de la dicha que le embargaba. No entendieron la pasión que le movía a encomendarse a las sonrisas que adivinaba, a los gestos que presuponía, a los abrazos que le prodigaba. Sabía que gracias a ella, la cita con el Universo había retrasado la marcha de quien ya se iba. Tenía la certeza de que las cerezas brotarían desde entonces más floridas y que las coletas se disputarían las caricias de sus dedos al albor de las mañanas. Haría felices a todos porque era la viva imagen de la felicidad. Y así fue, así es, así será, quien comenzó a serlo aquella noche y nunca ha dudado de su suerte en la elección. Por eso, cuando este veintiocho de Febrero eleva la vela que iza a los vientos por los que ya  emprendido la ruta hacia la mayoría, se le acumulan sentimientos dispares en la bodega del galeón bajo la popa de su existencia. Si le veis emocionarse, echadle la culpa a la brisa salada. Sigue navegando a favor de la corriente que desde hace años lo llevó a la isla en la que pidió para sí su parte del tesoro. Esa parte que hace que muera cuando ella crece; esa que lo convirtió en corsario sin más patente a la que acogerse que aquella nacida del profundo amor que le profesa; esa que lleva por nombre Loreto, y que es, mi parte del tesoro.

Jesús(defrijan)

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