miércoles, 13 de marzo de 2019


1. Sigfrido


Siguiendo el hilo de una pregunta apareció su nombre y con él los recuerdos que le adjetivaban. De media estatura, delgado, coqueteaba frente al espejo intentando evitarse la planicie de su cabeza peinándose el disimulo de la escasez. Paseaba como si la urgencia le persiguiera. Paso vivaz que ascendía o descendía siguiendo la voluntad del sol que veraneaba con todos. Él, dueño y señor de la alcazaba convertida en soportal, dejaba transcurrir el tiempo de golondrinas como si de ellas dependiese el sello de permanencia. Los claroscuros de las sombras ofrecerían a los transeúntes hacia el mirador el punto de oasis preciso para soportar las calendas. Mientras tanto, a nada que la ocasión se mostrase propicia, Sigfrido, se aproximaba a las tertulias. Allí trasegaba un clarete y sin necesidad de turno de palabra exponía sus argumentos. Probablemente estos argumentos desconocían el valor real de la utopía y quizás de su mismísimo nombre renaciese el hontanar teutón que manaba practicidades. Así fue como aquella tarde sucedió. El ascenso del baño de la Playeta requería tertulia y la misma tomó por tema principal la crueldad de los incendios recién llegados los montes cercanos. Las brigadas forestales como de costumbre esforzándose de modo infinito y todos los presentes alrededor de las mesas de aluminio elucubrando sobre las medidas precisas para evitar nuevos desastres del fuego. Y tomó la palabra, y lanzó sus remedios. Propuso como solución definitiva canalizar los montes. No, no hablaba en broma. Argumentó que las tuberías deberían tejer una tela de araña alrededor de  los romeros, pinos, carrascas y demás especies vegetales, convenientemente enlazadas con las espitas irrigadoras cuya presión sería revisada diariamente. De la sorpresa pasamos a la posibilidad y de la posibilidad al presupuesto. Quien más quien menos al tercer botellín intuyó la revalorización de sus eriales hasta entonces improductivos. Siguiendo sus planteamientos, los páramos se mutarían en vergeles, los regadíos ascenderían a las cumbres y las devastaciones de los incendios finiquitarían a perpetuidad. Como suele ser habitual, las discrepancias aparecieron conforme el sol se ocultaba por la Muela. Vitorio, increpaba la idea; Roldán, sopesaba pros y contras; Felipe, liaba el enésimo cigarro y sonreía; yo, pensé que Sigfrido emergía hacia la utopía recién bañado en la sangre del dragón que le convertía en inmune, en invencible nibelungo. Curiosamente, cada vez que se acerca el tiempo del fuego, el canto de la inexistente walkiria me trae su recuerdo. Por más que lo intento no logro apartar de mí la pregunta de ¿y si llevaba razón? Solo él sabrá la respuesta ahora que su ausencia sigue sellando los nidos que las golondrinas vuelven a ocupar  el alero de su balcón.

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