1. Sigfrido
Siguiendo el hilo de una
pregunta apareció su nombre y con él los recuerdos que le adjetivaban. De media
estatura, delgado, coqueteaba frente al espejo intentando evitarse la planicie
de su cabeza peinándose el disimulo de la escasez. Paseaba como si la urgencia
le persiguiera. Paso vivaz que ascendía o descendía siguiendo la voluntad del
sol que veraneaba con todos. Él, dueño y señor de la alcazaba convertida en
soportal, dejaba transcurrir el tiempo de golondrinas como si de ellas
dependiese el sello de permanencia. Los claroscuros de las sombras ofrecerían a
los transeúntes hacia el mirador el punto de oasis preciso para soportar las
calendas. Mientras tanto, a nada que la ocasión se mostrase propicia, Sigfrido,
se aproximaba a las tertulias. Allí trasegaba un clarete y sin necesidad de
turno de palabra exponía sus argumentos. Probablemente estos argumentos
desconocían el valor real de la utopía y quizás de su mismísimo nombre
renaciese el hontanar teutón que manaba practicidades. Así fue como aquella
tarde sucedió. El ascenso del baño de la Playeta requería tertulia y la misma
tomó por tema principal la crueldad de los incendios recién llegados los montes
cercanos. Las brigadas forestales como de costumbre esforzándose de modo infinito
y todos los presentes alrededor de las mesas de aluminio elucubrando sobre las
medidas precisas para evitar nuevos desastres del fuego. Y tomó la palabra, y
lanzó sus remedios. Propuso como solución definitiva canalizar los montes. No,
no hablaba en broma. Argumentó que las tuberías deberían tejer una tela de
araña alrededor de los romeros, pinos,
carrascas y demás especies vegetales, convenientemente enlazadas con las
espitas irrigadoras cuya presión sería revisada diariamente. De la sorpresa
pasamos a la posibilidad y de la posibilidad al presupuesto. Quien más quien
menos al tercer botellín intuyó la revalorización de sus eriales hasta entonces
improductivos. Siguiendo sus planteamientos, los páramos se mutarían en
vergeles, los regadíos ascenderían a las cumbres y las devastaciones de los
incendios finiquitarían a perpetuidad. Como suele ser habitual, las
discrepancias aparecieron conforme el sol se ocultaba por la Muela. Vitorio,
increpaba la idea; Roldán, sopesaba pros y contras; Felipe, liaba el enésimo
cigarro y sonreía; yo, pensé que Sigfrido emergía hacia la utopía recién bañado
en la sangre del dragón que le convertía en inmune, en invencible nibelungo.
Curiosamente, cada vez que se acerca el tiempo del fuego, el canto de la
inexistente walkiria me trae su recuerdo. Por más que lo intento no logro
apartar de mí la pregunta de ¿y si llevaba razón? Solo él sabrá la respuesta
ahora que su ausencia sigue sellando los nidos que las golondrinas vuelven a
ocupar el alero de su balcón.
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