domingo, 3 de marzo de 2019


Ana A.P.


Si la memoria no me falla creo que fue a bordo del 6 cuando coincidimos la primera vez. Carpeta bajo el brazo, pelo rizado, mofletes y pecas, muchas pecas, miles de pecas. Cruzamos la ciudad y a bordo del 6 llegamos a las inmediaciones de las prefabricadas. Allí, entre conocidos y desconocidos, cada cual se fue ubicando y coincidimos de nuevo. Inmediatamente supe que en ella cohabitaban dos mitades completamente diferentes y complementariamente unidas. Risas, nervios, dudas, asambleas, apuntes. Todo fue abriéndose paso al calor de los sones flautados que tan soporíferos resultaban. Medias mañanas que concluían con la enésima propuesta del subsiguiente delegado no electo que pugnaba por situarnos en las barricadas no pedidas. Medias mañanas que a lo largo de aquel primer cuatrimestre fueron dando paso al regreso a pie parándonos en la anécdota que de cualquier escaparate surgiese. Atrás quedaban las obligaciones hasta un nuevo día y por delante se iba configurando un grupo tan variopinto como ácratamente divertido. Daba igual si la clave de Sol o la de Fa eran las precisas. Lo verdaderamente importante era conseguir situarnos justo en la fila angulada que permitiese tener de perfil a la ciscariana pedagoga que nunca pudo adoctrinarnos del todo. Lo nuestro eran más las ramonianas ecuaciones. Y Ana, como buscando un hueco en la platea del no protagonismo, haciendo gala de discreción. Cambiamos hacia el escenario alamédico y entre rodajes de culos al aire y ensayos de pasodobles todo siguió su camino. Tres años en los que los apuntes circularon de mano en mano, donde los cafés compartían salitas con los humos nicotinados, donde las festivaleras noches politécnicas daban cuenta de cómo éramos y cuántos interrogantes nos salían al paso. Ella, sin embargo, siempre supo que de su Alcarria extendería un nexo hacia el noreste y así lo ha llevado a cabo. Como si desde un principio supiese cuál sería su destino último fue tejiendo los mojones costeros para no perder de vista al mar. Los barrios llenos de gracia la esperaron y los maullidos con sabor a feliz felino la tienen gustosamente  cautiva. Lo que quizás se le escapa, es saber que cada vez que el capricho de mis pasos me lleva por las venas de la ciudad, antes de detenerme en cualquier escaparate, un rostro sonriente, unos mofletes redondeados, unas pecas todavía presentes, vuelven a mi memoria mientras entono por enésima vez a la Platería. A veces el tiempo se detiene buscando perpetuarse en aquellos que siguen  formando  parte de lo que eres. Y Ana, por mucha vergüenza que le esté llegando como sonrojo, sabe que así es.

No hay comentarios:

Publicar un comentario