Ana
A.P.
Si la memoria no me falla creo que fue a bordo del 6
cuando coincidimos la primera vez. Carpeta bajo el brazo, pelo rizado, mofletes
y pecas, muchas pecas, miles de pecas. Cruzamos la ciudad y a bordo del 6
llegamos a las inmediaciones de las prefabricadas. Allí, entre conocidos y
desconocidos, cada cual se fue ubicando y coincidimos de nuevo. Inmediatamente
supe que en ella cohabitaban dos mitades completamente diferentes y
complementariamente unidas. Risas, nervios, dudas, asambleas, apuntes. Todo fue
abriéndose paso al calor de los sones flautados que tan soporíferos resultaban.
Medias mañanas que concluían con la enésima propuesta del subsiguiente delegado
no electo que pugnaba por situarnos en las barricadas no pedidas. Medias mañanas
que a lo largo de aquel primer cuatrimestre fueron dando paso al regreso a pie
parándonos en la anécdota que de cualquier escaparate surgiese. Atrás quedaban
las obligaciones hasta un nuevo día y por delante se iba configurando un grupo
tan variopinto como ácratamente divertido. Daba igual si la clave de Sol o la
de Fa eran las precisas. Lo verdaderamente importante era conseguir situarnos
justo en la fila angulada que permitiese tener de perfil a la ciscariana
pedagoga que nunca pudo adoctrinarnos del todo. Lo nuestro eran más las ramonianas
ecuaciones. Y Ana, como buscando un hueco en la platea del no protagonismo,
haciendo gala de discreción. Cambiamos hacia el escenario alamédico y entre
rodajes de culos al aire y ensayos de pasodobles todo siguió su camino. Tres
años en los que los apuntes circularon de mano en mano, donde los cafés
compartían salitas con los humos nicotinados, donde las festivaleras noches
politécnicas daban cuenta de cómo éramos y cuántos interrogantes nos salían al paso.
Ella, sin embargo, siempre supo que de su Alcarria extendería un nexo hacia el
noreste y así lo ha llevado a cabo. Como si desde un principio supiese cuál
sería su destino último fue tejiendo los mojones costeros para no perder de
vista al mar. Los barrios llenos de gracia la esperaron y los maullidos con
sabor a feliz felino la tienen gustosamente cautiva. Lo que quizás se le escapa, es saber
que cada vez que el capricho de mis pasos me lleva por las venas de la ciudad,
antes de detenerme en cualquier escaparate, un rostro sonriente, unos mofletes
redondeados, unas pecas todavía presentes, vuelven a mi memoria mientras entono
por enésima vez a la Platería. A veces el tiempo se detiene buscando perpetuarse
en aquellos que siguen formando parte de lo que eres. Y Ana, por mucha
vergüenza que le esté llegando como sonrojo, sabe que así es.
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