La
señora X
No,
no es que quiera guardar secreto sobre su nombre, no; sencillamente, no se lo
logré arrancar y me limitaré a describirla. O mejor describiré la situación que
nos llevó a coincidir en espacio y tiempo. Mascletá, 13: 26, gentío máximo y
mínimo hueco sobre el espacio habitual. La pasarela aportando sombra y ella, la
señora X, allí apostada. Un trípode minúsculo y plegable aposentado sobre la
verticalidad de las mallas que la protegían del sol, la coronaban como reina y
señora del cubículo. Frente a ella, o mejor, a sus pies, una señora a la que le
supuse parentesco cardada con un look setentero aparentaba ser lo que no era.
De pie, una pareja supuesta que tampoco era y detrás una familia de turistas
murcianos. Ya acceder resultó complicado; pero hacerle entender a la señora que
la presencia oportuna de dos baldosas desocupadas a su espalda nos reclamaban,
descompuso sus esperanzas. No hizo ademán de permisividad de paso y el leve
roce del camal del pantalón sobre su brazo la descompuso. Las bolsas portacahquetas
pedían suelo y un nuevo roce con su espalda encendió la mecha definitiva.
Bramó, protestó, ejecutó aspavientos, y los siguientes veinte minutos
amenazaban con convertirse en un bombardeo incesante de quejas. Debajo de su
gorrito de pescadora se adivinaban los enfados y el cricreo de las pipas la sumían
en un estado insoportable de incomodidad. Sentí cómo sus manos se aferraban al
minúsculo bolsito que cruzaba su torso nada más lanzarle al viento la
inexistente advertencia de la sobreabundancia de carteristas en las inmediaciones.
El sol apretaba de firme y a la par prendían sus temores. Faltaba poco y seguía
llegando gente. Un enésimo roce contra la curvada postura le resultó inaceptable.
Despertó a sus pies, elevó su cuerpo, plegó el trípode y entre improperios
miles desanduvo los pasos que antes la llevaron a semejante posición. Regresó
la calma y vi que tres metros atrás una cuidadora la esperaba y se ponía en
alerta. Todo tronó como de costumbre y al comenzar la evacuación de la plaza
pasé a su lado. Sí, lo reconozco, la maldad pidió paso. Mirándola de frente le
pregunté si el billete de diez euros que apareció en su hueco nada más irse le
pertenecía. Giró la vista ignorándome y vi cómo su testuz se inclinaba en un
ángulo de cuarenta y cinco grados fijando el dardo de su mirada en aquel metro cuadrado.
De si volvió o no, no tengo constancia. El día ha amanecido nublado pero la
tentación de regresar al mismo lugar para comprobar si hay posibilidad de
continuar este guion se muestra como imposible de evitar. Igual, si la señora X
está, le doy un billete mío y en paz. Eso sí, antes de nada, me dirá su nombre
y ya cambio mañana el título de esta historia.
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