Alabastro
Amanecieron los idénticos tonos
grises de su gris existencia y nada presagiaba el rumbo que llevaría el devenir
de las horas. Desperezaba a sus dormidas
ilusiones desde la certeza del imposible y en ellas se mecía, acomodaba,
consolaba. No dejó de creer en lo imposible para que lo posible llegara y entre
melodías inconexas se meció a la espera. Se sabía poseedora de una hermosura
que no tendía penumbras más allá de las que sus labios pronunciaban y en la
cadencia de su voz colgaban sus nidos las golondrinas blancas de amantes
insospechados. Tenía la elegancia que otorgan los dioses a las musas que evitan
el alfanje de la negación a los mortales que se les acercan buscando deidades
para sí mismas. Era rotunda como la rotundidad del vuelo provoca en quienes
surcan los nimbos desorientados en pos de una quimera. Se sabía invencible a los
caprichos sin pretenderlo ser y revivía en sus poros las batallas ajenas en las
que el desamor ejerció de verdugo. Y en el solaz de la quietud de su verbo
reparó en la soledad de su sombra. No
fue premeditado el haz de luz que la mañana le trajo, pero tras él,
descubrió cuan inclinada y a ras de suelo se sentía. Quiso preguntarse el
porqué de su inquietud repentina y un halo de tristeza surcó su rostro. Los
ocres llovían de las ramas compasivos para ofrecérsele por alfombra sobre la
que transitar a no sabía dónde ni con quién. Una grieta comenzó a formarse
sobre la inmaculada mirada y sabiéndose perdida, imploró piedad. El griterío cercano no fue capaz de aliviar su
desconsuelo y ni siquiera el rumor del agua que transcurría a sus pies despertó
a su alegría. Pronto sentiría de nuevo las nieves en sus hombros y el frío
cubriría el alma marmórea que la custodiaba. Oyó el chirriar de la cancela
próxima y dando por concluida una nueva jornada reparó en él. A su derecha, los
temblores de sus dedos asistían a la premura de un texto. Giró sobre sí, y le
ofreció la posibilidad de leer aquello quien se imaginaba destinataria habitual
de los mismos. Eran versos tenues de un módico aprendiz que vino a cortejarla
buscando respuestas de quien no se las podía otorgar. Misericordiosa, intentó
forzar una sonrisa con la esperanza de serle remitida y cuando aquel alzó los
ojos, se sintió complacido. Cerró su cuaderno, acarició sus manuscritos y
lanzando a la ternura como respuesta, le dijo adiós. Ella quedó impasible
confirmando que un nuevo amante había nacido a sus pies. A su izquierda, unas
luces artificiales ejercían de candelabros ante la noche que llegó tan luminosa
como tantas veces a lo largo de tantos años sobre tantas y tantas historias de
amor.
Jesús (http://defrijan.bubok.es)
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