miércoles, 15 de octubre de 2014


     Alabastro

Amanecieron los idénticos tonos grises de su gris existencia y nada presagiaba el rumbo que llevaría el devenir de las horas. Desperezaba  a sus dormidas ilusiones desde la certeza del imposible y en ellas se mecía, acomodaba, consolaba. No dejó de creer en lo imposible para que lo posible llegara y entre melodías inconexas se meció a la espera. Se sabía poseedora de una hermosura que no tendía penumbras más allá de las que sus labios pronunciaban y en la cadencia de su voz colgaban sus nidos las golondrinas blancas de amantes insospechados. Tenía la elegancia que otorgan los dioses a las musas que evitan el alfanje de la negación a los mortales que se les acercan buscando deidades para sí mismas. Era rotunda como la rotundidad del vuelo provoca en quienes surcan los nimbos desorientados en pos de una quimera. Se sabía invencible a los caprichos sin pretenderlo ser y revivía en sus poros las batallas ajenas en las que el desamor ejerció de verdugo. Y en el solaz de la quietud de su verbo reparó en la soledad de su sombra. No  fue premeditado el haz de luz que la mañana le trajo, pero tras él, descubrió cuan inclinada y a ras de suelo se sentía. Quiso preguntarse el porqué de su inquietud repentina y un halo de tristeza surcó su rostro. Los ocres llovían de las ramas compasivos para ofrecérsele por alfombra sobre la que transitar a no sabía dónde ni con quién. Una grieta comenzó a formarse sobre la inmaculada mirada y sabiéndose perdida,  imploró piedad.  El griterío cercano no fue capaz de aliviar su desconsuelo y ni siquiera el rumor del agua que transcurría a sus pies despertó a su alegría. Pronto sentiría de nuevo las nieves en sus hombros y el frío cubriría el alma marmórea que la custodiaba. Oyó el chirriar de la cancela próxima y dando por concluida una nueva jornada reparó en él. A su derecha, los temblores de sus dedos asistían a la premura de un texto. Giró sobre sí, y le ofreció la posibilidad de leer aquello quien se imaginaba destinataria habitual de los mismos. Eran versos tenues de un módico aprendiz que vino a cortejarla buscando respuestas de quien no se las podía otorgar. Misericordiosa, intentó forzar una sonrisa con la esperanza de serle remitida y cuando aquel alzó los ojos, se sintió complacido. Cerró su cuaderno, acarició sus manuscritos y lanzando a la ternura como respuesta, le dijo adiós. Ella quedó impasible confirmando que un nuevo amante había nacido a sus pies. A su izquierda, unas luces artificiales ejercían de candelabros ante la noche que llegó tan luminosa como tantas veces a lo largo de tantos años sobre tantas y tantas historias de amor.       

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