martes, 7 de octubre de 2014


    La dedicatoria

Cayó por casualidad en el destino que ni siquiera había imaginado. Esa tarde, el paseo se prolongaría más de lo habitual y las calles tantas veces transitadas y tan pocas veces vividas se dispusieron a ser las anfitrionas guías de sus pasos al azar. Le gustaba deleitarse en los detalles cotidianos que suelen pasar desapercibidos. Una terraza sembrada de verdes, unos cristales custodiados por visillos de encajes, unos postigos broceados por las miles de manos que los hicieron suyos. Todo  se configuraba como comparsa voluntariosa para darle sentido a lo que tantas veces echó de menos. Se sentía bien, muy bien, y ni siquiera la prisa no contenida de las transeúntes que tanto le recordaban a quien una vez fue, perturbaba su tránsito. Dobló la esquina y se topó con ella. Hacía tiempo que había dejado de frecuentarla y allí estaba de nuevo, fiel como sólo lo son las que se saben nidos acogedores de sentimientos perdidos. Allí, tras aquellos cristales aprendió a disfrutar de los sueños propios que otros plasmasen. Recordaba el primer aroma de los versos que creyó escritos para ella y se sintió feliz. Puso nombre a cada uno de aquellos que fuesen destinados a los ignorados que le aportaron esperanzas. Las tapas ocres desgastadas hablaban de otras manos que necesitaron de ellos y se sintió  partícipe de la dicha. Soñaba despierta con el presente al que habrían llegado aquellos amores a los que dedicase besos entre versos y vagó entre las esperanzas de que alguien la siguiese recordando. Y no pudo por menos que buscar en el cofre del recuerdo para retomar el camino que dejase de lado hacía tanto tiempo. Giró por el pasillo del fondo y a punto de dar por concluida la estancia, reparó en una fotografía, en un nombre, en un título. Lo reconoció de inmediato y se dejó llevar por la prisa para hacerlo llegar ante sí. Nerviosa, acarició la foto, mesó la cubierta y abrió lentamente el libro. No supo definirse a sí misma cuando el temblor acudió a sus manos. Simplemente dejó que sus ojos cansados de tantos sinsabores leyesen la dedicatoria y con un simple “A ti, que siempre supiste lo que la timidez me impidió legarte”  descubrió a la destinataria. Abrazó el tomo y delicadamente lo hizo suyo. Fuera, los verdes se asomaron a la calle y vieron regresar a una que se sabía feliz.    


 

No hay comentarios:

Publicar un comentario