La dedicatoria
Cayó
por casualidad en el destino que ni siquiera había imaginado. Esa tarde, el
paseo se prolongaría más de lo habitual y las calles tantas veces transitadas y
tan pocas veces vividas se dispusieron a ser las anfitrionas guías de sus pasos
al azar. Le gustaba deleitarse en los detalles cotidianos que suelen pasar
desapercibidos. Una terraza sembrada de verdes, unos cristales custodiados por visillos
de encajes, unos postigos broceados por las miles de manos que los hicieron
suyos. Todo se configuraba como comparsa
voluntariosa para darle sentido a lo que tantas veces echó de menos. Se sentía
bien, muy bien, y ni siquiera la prisa no contenida de las transeúntes que
tanto le recordaban a quien una vez fue, perturbaba su tránsito. Dobló la
esquina y se topó con ella. Hacía tiempo que había dejado de frecuentarla y allí
estaba de nuevo, fiel como sólo lo son las que se saben nidos acogedores de sentimientos
perdidos. Allí, tras aquellos cristales aprendió a disfrutar de los sueños
propios que otros plasmasen. Recordaba el primer aroma de los versos que creyó
escritos para ella y se sintió feliz. Puso nombre a cada uno de aquellos que
fuesen destinados a los ignorados que le aportaron esperanzas. Las tapas ocres
desgastadas hablaban de otras manos que necesitaron de ellos y se sintió partícipe de la dicha. Soñaba despierta con el
presente al que habrían llegado aquellos amores a los que dedicase besos entre
versos y vagó entre las esperanzas de que alguien la siguiese recordando. Y no
pudo por menos que buscar en el cofre del recuerdo para retomar el camino que
dejase de lado hacía tanto tiempo. Giró por el pasillo del fondo y a punto de
dar por concluida la estancia, reparó en una fotografía, en un nombre, en un título.
Lo reconoció de inmediato y se dejó llevar por la prisa para hacerlo llegar
ante sí. Nerviosa, acarició la foto, mesó la cubierta y abrió lentamente el
libro. No supo definirse a sí misma cuando el temblor acudió a sus manos.
Simplemente dejó que sus ojos cansados de tantos sinsabores leyesen la
dedicatoria y con un simple “A ti, que siempre supiste lo que la timidez me
impidió legarte” descubrió a la
destinataria. Abrazó el tomo y delicadamente lo hizo suyo. Fuera, los verdes se
asomaron a la calle y vieron regresar a una que se sabía feliz.
Jesús (http://defrijan.bubok.es)
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