Sol
Años hacía en que la cotidianeidad le giró repentinamente.
Aquel a quien tanta fidelidad le profesó, dormitaba su hemiplégica mitad sobre
el mimbre que acumulaba los calores de la chimenea. Ni una queja, se le oyó
pronunciar, y las migajas de caricias que le profesaba quien fuese su señor
incondicional, las aceptaba con la resignación de quien percibe su fin cercano.
Sus silencios, sus pasos cortos, sus no salidas callejeras, acabaron
habituándose a la claustral existencia
que ambos compartían.
Llegado el fatídico día, se le privó de la despedida, y con
disimulo, sus pasos se alejaron por voluntad ajena del círculo de devoción que
otros seres, solidarios pero extraños, tomaron como escenario de los plañidos
de condolencias.
Pasados los lutos, y con las céreas nieblas que seguían
inundando la casa, se le permitió salir. No soportó el dolor de su ausencia y
durante varias jornadas nadie le fue testigo.
Días después, un óbito
inesperado, abrió la senda de la negra comitiva que hacia el Campo Santo
enfilaba sus pasos.
Y al entrar, con el permiso concedido por el chirrido de la
cancela, allá estaba. En la misma postura que tantas veces en los últimos años
adoptó mientras robaban juntos el calor de la lumbre. Sólo, tras mucho
insistir, atendió a los requerimientos de los cercanos que le proporcionaron el
consuelo que había perdido.
Se llamaba Sol.
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