jueves, 9 de octubre de 2014


Sol

Años hacía en que la cotidianeidad le giró repentinamente. Aquel a quien tanta fidelidad le profesó, dormitaba su hemiplégica mitad sobre el mimbre que acumulaba los calores de la chimenea. Ni una queja, se le oyó pronunciar, y las migajas de caricias que le profesaba quien fuese su señor incondicional, las aceptaba con la resignación de quien percibe su fin cercano. Sus silencios, sus pasos cortos, sus no salidas callejeras, acabaron habituándose a la claustral existencia  que ambos compartían.

Llegado el fatídico día, se le privó de la despedida, y con disimulo, sus pasos se alejaron por voluntad ajena del círculo de devoción que otros seres, solidarios pero extraños, tomaron como escenario de los plañidos de condolencias.

Pasados los lutos, y con las céreas nieblas que seguían inundando la casa, se le permitió salir. No soportó el dolor de su ausencia y durante varias jornadas nadie le fue testigo.

Días después, un óbito  inesperado, abrió la senda de la negra comitiva que hacia el Campo Santo enfilaba sus pasos.

Y al entrar, con el permiso concedido por el chirrido de la cancela, allá estaba. En la misma postura que tantas veces en los últimos años adoptó mientras robaban juntos el calor de la lumbre. Sólo, tras mucho insistir, atendió a los requerimientos de los cercanos que le proporcionaron el consuelo que había perdido.

         Se llamaba Sol.

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