lunes, 27 de octubre de 2014


    El trono del desencanto

 

Quiso ser el alma libre que libre vagase entre las nubes grises de las grises existencias y así creció y así pervive. Ella, tan ecuánime a ojos extraños, ejercía  de dueña desde el ejercicio poderoso que el convencimiento nacido del alma utiliza como argamasa de cimientos para soportar al edificio de los sentimientos. Cumplía como había aprendido a cumplir desde el ejemplo recibido y la tacha era improbable en su trayecto vital por el que tantas interrogantes esparcieron los próximos. Se sabía dueña del fiel de la balanza en la que los méritos se distribuían desde dentro para compensar las taras que le pudiesen llegar. Reinaba desde la duodécima planta y ni siquiera las luces que osaban traspasar los cristales que reflejaban a la bahía eran capaces de resolver el enigma. Fluctuaron las leyendas que hablaban de ella como la inaccesible que mantenía a raya a los más osados que lograban acercársele. Ninguno supo descifrar en aquella mirada la vulnerabilidad que la asediaba y a la que refugiaba dentro del calabozo de la rigidez. Era feliz regente desde el trono envidiado  más no envidiable. Sus renuncias habían pagado un precio elevado y era el momento en el que la sinceridad hurgaba hacia sus adentros haciéndola entristecer. Hacía días que el recuerdo de aquella tarde le asaltaba como invitado sin permiso. Volvieron a aparecer las escenas en las que las risas y el griterío se mezclaban con los acordes de las canciones que desde la cabina llegaban. Regresó su rostro y un rictus arqueó sus labios. Recordaba la locura que llegó a conocer en aquel que tantas utopías le abriese. Su dualidad por querer y deber transitó por la línea que el equilibrista casual tendió a los pies de quien tanto disfrutó al traspasar los límites. Así empezaron a arrugarse las rayas de su futuro que ahora le traía las recompensas no deseadas y la vestían de gris marengo. Pasó la nube no invitada y con ella la penumbra iluminó su renuncia. Descubrió por fin, lo que tantas veces supo y no se atrevió a admitir. El desencanto con el que se cubría  nació  aquella vez en la que dejó vencer a la razón para alcanzar el trono que la victoria más amarga concede a los cobardes. Dio la espalda al horizonte, se sentó tras su mesa impoluta y una sombra de dolor recorrió el páramo de su maquillaje arando el yermo en el que nada sembrase.      

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