El trono del desencanto
Quiso ser el alma libre que libre vagase entre
las nubes grises de las grises existencias y así creció y así pervive. Ella,
tan ecuánime a ojos extraños, ejercía de
dueña desde el ejercicio poderoso que el convencimiento nacido del alma utiliza
como argamasa de cimientos para soportar al edificio de los sentimientos.
Cumplía como había aprendido a cumplir desde el ejemplo recibido y la tacha era
improbable en su trayecto vital por el que tantas interrogantes esparcieron los
próximos. Se sabía dueña del fiel de la balanza en la que los méritos se
distribuían desde dentro para compensar las taras que le pudiesen llegar.
Reinaba desde la duodécima planta y ni siquiera las luces que osaban traspasar
los cristales que reflejaban a la bahía eran capaces de resolver el enigma.
Fluctuaron las leyendas que hablaban de ella como la inaccesible que mantenía a
raya a los más osados que lograban acercársele. Ninguno supo descifrar en
aquella mirada la vulnerabilidad que la asediaba y a la que refugiaba dentro
del calabozo de la rigidez. Era feliz regente desde el trono envidiado más no envidiable. Sus renuncias habían
pagado un precio elevado y era el momento en el que la sinceridad hurgaba hacia
sus adentros haciéndola entristecer. Hacía días que el recuerdo de aquella
tarde le asaltaba como invitado sin permiso. Volvieron a aparecer las escenas
en las que las risas y el griterío se mezclaban con los acordes de las
canciones que desde la cabina llegaban. Regresó su rostro y un rictus arqueó
sus labios. Recordaba la locura que llegó a conocer en aquel que tantas utopías
le abriese. Su dualidad por querer y deber transitó por la línea que el
equilibrista casual tendió a los pies de quien tanto disfrutó al traspasar los
límites. Así empezaron a arrugarse las rayas de su futuro que ahora le traía
las recompensas no deseadas y la vestían de gris marengo. Pasó la nube no
invitada y con ella la penumbra iluminó su renuncia. Descubrió por fin, lo que
tantas veces supo y no se atrevió a admitir. El desencanto con el que se cubría
nació
aquella vez en la que dejó vencer a la razón para alcanzar el trono que
la victoria más amarga concede a los cobardes. Dio la espalda al horizonte, se
sentó tras su mesa impoluta y una sombra de dolor recorrió el páramo de su
maquillaje arando el yermo en el que nada sembrase.
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