El dentista
Sin duda alguna aquel chocolate de las meriendas
tuvo gran parte de culpa en la aparición de las caries. Era de una dureza
similar a los adoquines de cualquier pórtico románico y el sabor destilaba un
punto de algarrobo entre las pupilas gustativas que aún no se ha olvidado. Sea
como fuera, las caries llegaron. Y con ellas las preceptivas visitas al afamado
dentista al que años atrás acudiera mi padre en sus años jóvenes y no tan
jóvenes. Por edad, el buen señor había delegado en su hijo y la maestría se
daba por hecha. Así que cuando las primeras banderillas a modo de agujas
limpiadoras se tornaron en topos barreneros entre mis muelas di por válido el
aguante como precio a pagar por tan
magna labor. Ver acercarse al diestro y empezar a temblarme la quijada era todo
uno. La sugestión no estaba invitada por más que de sus labios saliese la
reprimenda. Según el buen hombre, en base a su pericia y tacto, era imposible
que un nervio ya dormido, acusase un dolor. Dormido no, eliminado, extinto,
fuera de circulación. Por eso, ni siquiera los lagrimones que surcaban mi
rostro a modo de reguerones, tenían razón de ser. Pero aquello, lo negase él, o
el más afamado sacamuelas, seguía doliendo. Sudé el sillón, apreté incisivos y
vi cómo mi boca se convertía en la celda de tormento que ni siquiera Torquemada
diseñase en sus años de máxima lucidez. No había forma de hacerle entender que
mis quejas no nacían del temor infundado, no había forma. Hasta que compadecido
de mí, al cabo de meses de tormento, la enfermera sugirió la idea de realizarme
una radiografía. Ya casi me daba igual ante el harakiri, así que no me pareció
mala opción, y al dentista tampoco. Y ahí salió el testigo de cargo a
testificar a mi favor. Evidentemente quedaba clara la culpabilidad. Una
ramificación nerviosa de la muela contigua y sana, al contactar con las
dichosas agujas, protestaba ante mí. Silenciaron o quisieron silenciar su falta de previsión
pero fui consciente de la bisoñez del que se tenía como docto heredero del
oficio de su padre. Con ello, con su torpeza consiguió de golpe que no volviese
a temer jamás a los dentistas, que odiase a perpetuidad al chocolate garrofero
y que supiese mi nivel de resistencia ante el dolor físico que hasta entonces
desconocía. De modo que cada vez que alguien se queja de cuánto le duele la
ortodoncia cuya base es fundamentalmente estética me parto de risa.
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