20. El
patio
En realidad eran como
tres patios independientes que se unían en la escalera de piedra semicircular
que daba paso a los pasillos y a las clases del piso inferior. A la izquierda,
el de grava, casi sin ocupar, en cuyo sótano dormía la carbonería que tampoco
llegó a usarse; o como mucho, se usó pero sus efectos beneficiosos no nos
alcanzaron en aquellos duros inviernos. Era el patio que servía de arsenal de
piedras menudas con las que se bombardeaban ventanas antes de regresar a clase
como ya comenté. Daban a él casi todas las aulas y la máxima virtud residía en
ser desde donde mejor se escuchaba la emisora local a eso del mediodía, cuando Paul
McCartney and Wings entonaban su
famoso tema “Hi,hi,hi”, Los Continuados su “Hoy duerme el león” o los
Pop Tops su “Mamy Blue”. En la parte
central, el patio principal, que según la hora del día servía como
polideportivo del futbito de aquellos años, de campo de baloncesto o minifrontón.
Unos peldaños más arriba estaban los
baños, en cuyo techo se albergaba la terraza de la cocina donde la inigualable Rosi cumplía con eficacia las
órdenes recibidas. Tan dispuesta como escasa de belleza no dejaba de sonreír cuando desde
abajo se le dedicaba a capela la famosa canción de Lorenzo Santamaría que
llevaba su nombre. En este patio se repartían las meriendas y ahí comenzaron a
fraguarse las primeras caries. El patio restante estaba subdividido en dos. En
una parte el frontón en el que de cuando en cuando practicábamos y a su lado en
último patio de grava que servía de estadio cerrado entre gruesos muros.
Adosado a él, la clase de los preescolares con los que nunca nos juntamos y de
frente el portalón de salida y entrada a la calle lateral del colegio. El resto
de la pared limítrofe lo formaban casas
vecinales con sus corrales convenientemente vallados. Aún así, muchas noches de
viernes, mientras algunos disfrutaban del Estudio 1 de la televisión, otros
concluíamos el día lectivo jugando el último partido. Con el transcurso de los
años aprendimos a encalar el balón para solicitar permiso, salir a buscarlo y
con algo de suerte, pasar algún rato fuera del internado. En eso, Palomares,
era un experto, además de un jeta encantador. En ese estadio, a modo de
milagro, logré conservar mis cinco dedos del pie diestro. A punto de rematar un
gol clarísimo, me puntearon el balón y las chirucas fueron a dar contra el
muro. Se abrieron a modo de fauces de tiburón y a milímetros quedó mi pulgar de
desaparecer. Durante años, los cambios de tiempo se me siguieron anticipando
con el dolor reumático de dicho pie.
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