jueves, 12 de marzo de 2015


20.      El patio

En realidad eran como tres patios independientes que se unían en la escalera de piedra semicircular que daba paso a los pasillos y a las clases del piso inferior. A la izquierda, el de grava, casi sin ocupar, en cuyo sótano dormía la carbonería que tampoco llegó a usarse; o como mucho, se usó pero sus efectos beneficiosos no nos alcanzaron en aquellos duros inviernos. Era el patio que servía de arsenal de piedras menudas con las que se bombardeaban ventanas antes de regresar a clase como ya comenté. Daban a él casi todas las aulas y la máxima virtud residía en ser desde donde mejor se escuchaba la emisora local a eso del mediodía, cuando Paul McCartney and Wings  entonaban su famoso  tema “Hi,hi,hi”,  Los Continuados su “Hoy duerme el león” o los Pop Tops su  “Mamy Blue”. En la parte central, el patio principal, que según la hora del día servía como polideportivo del futbito de aquellos años, de campo de baloncesto o minifrontón. Unos peldaños más arriba estaban  los baños, en cuyo techo se albergaba la terraza de la cocina donde la  inigualable Rosi cumplía con eficacia las órdenes recibidas. Tan dispuesta como escasa de  belleza no dejaba de sonreír cuando desde abajo se le dedicaba a capela la famosa canción de Lorenzo Santamaría que llevaba su nombre. En este patio se repartían las meriendas y ahí comenzaron a fraguarse las primeras caries. El patio restante estaba subdividido en dos. En una parte el frontón en el que de cuando en cuando practicábamos y a su lado en último patio de grava que servía de estadio cerrado entre gruesos muros. Adosado a él, la clase de los preescolares con los que nunca nos juntamos y de frente el portalón de salida y entrada a la calle lateral del colegio. El resto de la pared limítrofe lo  formaban casas vecinales con sus corrales convenientemente vallados. Aún así, muchas noches de viernes, mientras algunos disfrutaban del Estudio 1 de la televisión, otros concluíamos el día lectivo jugando el último partido. Con el transcurso de los años aprendimos a encalar el balón para solicitar permiso, salir a buscarlo y con algo de suerte, pasar algún rato fuera del internado. En eso, Palomares, era un experto, además de un jeta encantador. En ese estadio, a modo de milagro, logré conservar mis cinco dedos del pie diestro. A punto de rematar un gol clarísimo, me puntearon el balón y las chirucas fueron a dar contra el muro. Se abrieron a modo de fauces de tiburón y a milímetros quedó mi pulgar de desaparecer. Durante años, los cambios de tiempo se me siguieron anticipando con el dolor reumático de dicho pie.

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