martes, 31 de marzo de 2015


 

Los puentes y vacaciones

Tal y como el calendario dictaba  aparecían y con ellos la posibilidad de regresar a casa durante unos días. Los fines de semana eran inviables o bien por la distancia o bien por la multitud de requisitos a cumplir entre los que se incluían las autorizaciones expresas firmadas por los padres. Por eso, los puentes y las vacaciones llegaban en nuestro auxilio. Y para quienes nos dirigíamos hacia el interior, la lucha por conseguir un hueco en el autobús de línea se tornaba feroz. A eso de las seis  llegaba y en la parada de rigor de quince minutos nos agolpábamos todos aquellos que nos dirigíamos hacia Cuenca. Por este orden, Caudete de las Fuentes, Villargordo del Cabriel, Minglanilla, La Puebla del Salvador y Campillo de Altobuey constituían las etapas a cubrir en mi caso. Con un poco de suerte en el autobús nos hacinábamos algunos kilómetros quienes no llegábamos de Valencia y obviamente de pie. El trayecto no era especialmente largo, pero las constantes conversaciones entre el conductor girando la vista hacia los ocupantes en su mayoría vecinos o conocidos, no aportaba especial  tranquilidad. Lo de menos era el humo que se expandía por el habitáculo, el olor penetrante a gasóleo o el runrún sincopado de aquellos vehículos. Entre todos ellos no sabría decir quién sería el culpable de las angustias que se pegaban a nuestro cuerpo. De nada servía que hubiésemos adquirido el último número de Don Balón con el que hacer más llevadero el viaje. Ni la constante degustación de los chicles Damel que intentaban hacernos olvidar el mal trago. El insufrible traqueteo que aquellos asientos de escai sufrían se transmitía a los que actuábamos como ocupantes temporales de los mismos y las arcadas apuntaban a salir de un momento a otro. En las sucesivas etapas se bajaban algunos uniformes de faldas tableadas que tan bien lucían aquellas alumnas de Santa Ana y a las que las togas coronaban bajo diademas principescas. La tarde caía y a eso de las siete de la tarde, llegábamos a nuestro destino. Allí, los primeros días, las innumerables preguntas, las respuestas calladas y el sabor de hogar formaban un coro de bienvenida que nos reconfortaba de tantos días de ausencias. Los amigos contarían a su modo las mismas vivencias y en el fondo negábamos lo que ya sabíamos. Sabíamos que meses antes, nuestro camino de ida se trazó y que este regreso al hogar tenía un sello de provisionalidad. Nunca nadie se atrevió a decir a la cara cuánto de caro resultaba hacerse hombre; hubiese supuesto una muestra de fragilidad y los hombres debíamos demostrarnos lo que éramos, aunque nos doliese el alma al reconocerlo.

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