Los juegos térmicos
En realidad eran juegos calefactables que añadían
calorías a nuestros cuerpos en aquellas jornadas invernales. Entre los más
comunes estaba el balonazo a modo y manera de lombarda medieval que buscaba en
ti a la diana a la que calentar. Imaginaos lo que suponía el impacto de aquel
plástico endurecido por el frío en nuestro cuerpo y os haréis una idea de lo
mucho que calentaba. Pues bien, con ser este uno de los mecanismos, digamos que
las manos quedaban huérfanas de tal aporte calórico. De modo que se pusieron de
moda otros juegos traídos de la imaginación o de la propia cuna como la taba.
Los pulcros usaban el hueso porcino acarreado desde casa a modo de homenaje a
las raíces. A los menos duchos una caja de cerillas les servía como juez a la
hora de determinar los roles de rey, verdugo o víctima. El correazo
subsiguiente sobre la mano convertía a las falanges en files exponentes del
fuego más propio de una caldera que de un inocente juego infantil. Aquí los
hermanos Borjabad eran unos virtuosos a la hora de rotar la susodicha taba. No
recuerdo haber visto a Migue pagar jamás en semejante juego. Y si con todo esto
no era suficiente, el abejorro se ofrecía como opción ciega. Veamos las normas.
Un reo al azar se situaba de espaldas a varios verdugos que al imitar el
zumbido del abejorro le descargaban un manotazo sobre una de sus manos vueltas
sobre su costado y de modo ciego debía adivinar el nombre de quien le había
soltado el guantazo. Al final se calentaban por igual las manos el receptor y
el emisor. La buena fe se les suponía a los que estaban a las espaldas a la
hora de no mentir si eran descubiertos. Lo dicho, se les suponía. Hubo veces en
las que el pagano no se logró explicar su enorme mala suerte mientras su mano
ardía. Con un poco de clemencia se le permitía cambiar de mano receptora, sobre
todo para igualar el aumento de tamaño en ambas. Dejaré a un lado a aquellos
saltos de churro, mediamanga y mangotero
por si en la actualidad alguno a los que por edad le empiecen a doler los
huesos de la columna decide echarle la culpa a aquellos impactos a modo y
manera de caballos cimarrones. Lo que no he podido evitar es la sonrisa cada
vez que por casualidad aparece ante mis ojos una caja de Atrix o de Nivea que
tantos ungüentos proporcionaron a la
epidermis de aquellas víctimas.
Jesús(defrijan)
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