Ángel,
el aprendiz de tahúr
Desconozco cuál era su
apellido y eso carece de importancia. Era el portero callado que custodiaba la
entrada principal que pocas veces se abría. De escasa estatura, de cabeza ancha
y calva, tenía la virtud de la discreción,
refugiado detrás del guardapolvo
que le servía de uniforme. Su paso era bastante curioso puesto que al
caminar, cada cierto número de pasos, arqueaba la cabeza, inclinaba una rodilla
y más parecía un genuflexo andante que un aguerrido transmisor de avisos.
Soltero que según decían debía acumular gran fortuna a tenor de lo poco
aficionado al dispendio que era. Solía recoger los mendrugos endurecidos para
alimentar a las gallinas que criaba en sus horas libres. En él, el concepto de
gris tomaba forma humana e inmune a las chanzas proseguía su labor. En su
cuarto de centinela, un grupo de perchas aguardaban turno para recibir a las
bolsas con las ropas sucias que semanalmente depositábamos todos los sábados.
Él se encargaba de que todo estuviese en orden y la máxima alegría que le
conocí fue el canto de una escalera en aquella timba que organizaron durante el
viaje a Ibiza al acabar sexto de bachiller. Fue la única baza que ganó y de
ello se encargaron aquellos dos hermanos a los que no nombraré para evitarles el escarnio. Uno era más comedido,
pero el otro, cambiaba las reglas del póquer cada vez que la apuesta subía
considerablemente. El bueno de Ángel acabó sin un duro y sin un conocimiento
preciso de las reglas de semejante juego de mesa al que fue invitado. Pisos más
abajo, en el Hotel Victoria de Ibiza, seguía sonando el Waterloo de ABBA para
mayor goce de los y las turistas que compartieron días con nosotros. Algunas de
ellas, compartieron algo más que días. Retrocediendo en la narración, la
primera vez que escuché las campanas del colegio en día lectivo, Tomás, un
veterano de más edad que yo me dijo que las hacía sonar Ángel al anudarse el
badajo a su cuello y desplazarse por la nave de la iglesia llevando su peculiar
paso. Obviamente no lo creí, fingí creerlo y devolví la broma. No diré cómo,
pero os aseguro que mereció la pena
comprobar que donde las dan, las toman. Y mientras tanto, la vida
discurría entre jornadas anodinas, inviernos tristes y horarios inflexibles.
Las taquillas se habían habituado a nuestros enseres y crecíamos más despacio
de lo que queríamos y más rápido de lo que creímos. Al cabo de unos años, las
lavanderas desaparecieron y las lavadoras automáticas se encargaron de
reducirnos varias tallas los jerséis de algodón en centrifugados
indiscriminados.
Jesús(defrijan)
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