martes, 3 de marzo de 2015


 

     Ángel, el aprendiz de tahúr

Desconozco cuál era su apellido y eso carece de importancia. Era el portero callado que custodiaba la entrada principal que pocas veces se abría. De escasa estatura, de cabeza ancha y calva, tenía la virtud de la discreción,  refugiado detrás del guardapolvo  que le servía de uniforme. Su paso era bastante curioso puesto que al caminar, cada cierto número de pasos, arqueaba la cabeza, inclinaba una rodilla y más parecía un genuflexo andante que un aguerrido transmisor de avisos. Soltero que según decían debía acumular gran fortuna a tenor de lo poco aficionado al dispendio que era. Solía recoger los mendrugos endurecidos para alimentar a las gallinas que criaba en sus horas libres. En él, el concepto de gris tomaba forma humana e inmune a las chanzas proseguía su labor. En su cuarto de centinela, un grupo de perchas aguardaban turno para recibir a las bolsas con las ropas sucias que semanalmente depositábamos todos los sábados. Él se encargaba de que todo estuviese en orden y la máxima alegría que le conocí fue el canto de una escalera en aquella timba que organizaron durante el viaje a Ibiza al acabar sexto de bachiller. Fue la única baza que ganó y de ello se encargaron aquellos dos hermanos a los que no nombraré  para evitarles el escarnio. Uno era más comedido, pero el otro, cambiaba las reglas del póquer cada vez que la apuesta subía considerablemente. El bueno de Ángel acabó sin un duro y sin un conocimiento preciso de las reglas de semejante juego de mesa al que fue invitado. Pisos más abajo, en el Hotel Victoria de Ibiza, seguía sonando el Waterloo de ABBA para mayor goce de los y las turistas que compartieron días con nosotros. Algunas de ellas, compartieron algo más que días. Retrocediendo en la narración, la primera vez que escuché las campanas del colegio en día lectivo, Tomás, un veterano de más edad que yo me dijo que las hacía sonar Ángel al anudarse el badajo a su cuello y desplazarse por la nave de la iglesia llevando su peculiar paso. Obviamente no lo creí, fingí creerlo y devolví la broma. No diré cómo, pero os aseguro que mereció la pena  comprobar que donde las dan, las toman. Y mientras tanto, la vida discurría entre jornadas anodinas, inviernos tristes y horarios inflexibles. Las taquillas se habían habituado a nuestros enseres y crecíamos más despacio de lo que queríamos y más rápido de lo que creímos. Al cabo de unos años, las lavanderas desaparecieron y las lavadoras automáticas se encargaron de reducirnos varias tallas los jerséis de algodón en centrifugados indiscriminados.  
 
Jesús(defrijan)

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