Las taquillas
llamadas armarios
Solían medir unos cincuenta centímetros de ancho
y poco más de alto aquellas que se vestían de contrachapado. Un candado daba
acceso a tres lejas en distintas capas que descendían hacia las patas mientras
en el hueco superior una barra esperaba a las perchas. En ella, con mejor o
peor fortuna, colgaríamos los atuendos que no llegaron a ser uniformes y que
tantas jornadas nos cubrieron de las intemperies. Cada vez que alguno de los
internos abría sus puertas a la visión de sus pertrechos, la exhibición de los
mismos, hablaba por él. Los había ordenados y pulcros y los había caóticos.
Entre aquellas seis paredes de tablero convivían los ajuares convenientemente
numerados con las vituallas que de cuando en cuando pedían hueco. Por eso no
era de extrañar ver que el gel de Legrain enmudecía al lado del bote de leche
condensada que aumentaba la concentración de los desayunos. A la izquierda del
dentífrico callaba su presencia el frasco de colonia que intentaba poner un
toque de lavanda al encierro. Más abajo, alguna barra de salchichón aguardaba
su turno ante el posible famélico que necesitase de sus auxilios. Y por
supuesto, las sempiternas latas de conserva que suponían el sumum de la
delicatesen en aquellas jornadas invernales. Con el tiempo se fueron añadiendo
los arsenales minúsculos de bebidas alcohólicas que clasificaban a sus dueños en insignes bodegueros según y
cómo su generosidad en compartirlas se manifestase. Alguna que otra revista
subida de tono para la época formó parte de la biblioteca semioculta. Y cuando
digo subida de tono, me remonto a aquellos años y sonrío. Nada que ver, nunca
mejor dicho, con lo que hoy se publica, nada que ver. Eso sí, si por chivatazo,
peloteo o sospecha, aquellas publicaciones como la conocida Personas llegaban a
manos de la lascivia vestida de marrón, era requisada en el acto. Imagino que la no destrucción inmediata de la
misma a ojos vista de todos no tenía otro fin que el pasar la censura
conveniente en la celda personal del requisador en cuestión. Nunca tuve certeza
de ninguna devolución a sus dueños. Por eso cada vez que sigo pensando en los
nudos que trenzaban y atestiguaban los votos franciscanos no dejo de sonreír.
Sé, o creo saber, que uno era pobreza; sé, o creo saber, que otro era
obediencia; el tercero buscadlo vosotros que a mí me da risa.
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