Luciano
Esta tarde la somnolencia de la sobremesa viene a arropar el
recuerdo de aquellas vísperas no tan lejanas en las que celebrábamos su día, el
de todos los padres. La celeridad del almuerzo la propiciaba su extrema
puntualidad, y como cuadrilleros de honor, le acompañábamos a su cita taurina.
Siempre creyó entender, y he de confesar que se le conquistaba con un buen par
de banderillas. El resto de la liturgia se daba por válido. Nos turnábamos en
la labor de oyentes ante su exclamación categórica de haber presenciado la
mejor faena de su vida. ¡Qué equivocado estaba! La mejor faena sin duda era ser nuestro padre. Nos relató
cien y mil veces sus comienzos en el comercio, su devoción por Segovia, sus
cinco años de mili en ambos bandos, sus logros como corresponsal de tres
bancos…Su vida se ceñía de formalismos y formalidades que permanecen en los
intramuros de nuestra familia. De él aprendimos el valor de la honradez y la
firma de la palabra dicha. Y como coletilla de sus labios el “no sabes cuánto
te quiere un padre hasta que tú lo eres”. Sé que detrás de su máscara de
rectitud se escondía un alma generosa con el débil y protectora amante de los
suyos hasta decir basta. Antepuso la sangre a su propio beneficio y rumió sus
decepciones con elegancia y señorío. Que en los ratos de asueto fue el alma de
la fiesta podrían aseverarlo quienes viajaron con ellos en las excursiones
programadas. Decía, y he de creerlo, que mi nombre se lo debo al contrato verbal que firmó una Semana Santa
al procesionar a Jesús el Nazareno. Su labor de costalero tuvo en mí su
recompensa. Por eso a veces, ahora que la vida me ha colocado en esta parte del
burladero, me pregunto si seré capaz de dejar como legado a mis hijas un
compendio de ejemplos que les puedan al
menos guiar. No para que actúen como nosotros queremos, no. Su vida les
pertenece y han de saberla vivir, con errores, aciertos, fracasos,… Sino para
que cada vez que vuelva a asomarse un diecinueve de Marzo, sonrían, y se digan
a sí mismas que son unas afortunadas por haber tenido a un padre como yo. Ellas
saben de sobra que sus aciertos les pertenecerán del mismo modo que sus errores serán culpa
nuestra. Quizás dentro de unos años, se encarguen de relatar a los relevos de
la sangre, las mil y una anécdotas que han conseguido hacerme, después de haber
sido hijo, el padre más feliz del mundo.
Y ahora os dejo. Acaban de sonar en mi recuerdo las cinco, los alguacilillos
abren la tarde y mi padre ya ocupa su localidad. Esta vez le acompañamos
todos.
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