jueves, 19 de marzo de 2015



 
        Luciano

Esta tarde la somnolencia de la sobremesa viene a arropar el recuerdo de aquellas vísperas no tan lejanas en las que celebrábamos su día, el de todos los padres. La celeridad del almuerzo la propiciaba su extrema puntualidad, y como cuadrilleros de honor, le acompañábamos a su cita taurina. Siempre creyó entender, y he de confesar que se le conquistaba con un buen par de banderillas. El resto de la liturgia se daba por válido. Nos turnábamos en la labor de oyentes ante su exclamación categórica de haber presenciado la mejor faena de su vida. ¡Qué equivocado estaba! La mejor faena  sin duda era ser nuestro padre. Nos relató cien y mil veces sus comienzos en el comercio, su devoción por Segovia, sus cinco años de mili en ambos bandos, sus logros como corresponsal de tres bancos…Su vida se ceñía de formalismos y formalidades que permanecen en los intramuros de nuestra familia. De él aprendimos el valor de la honradez y la firma de la palabra dicha. Y como coletilla de sus labios el “no sabes cuánto te quiere un padre hasta que tú lo eres”. Sé que detrás de su máscara de rectitud se escondía un alma generosa con el débil y protectora amante de los suyos hasta decir basta. Antepuso la sangre a su propio beneficio y rumió sus decepciones con elegancia y señorío. Que en los ratos de asueto fue el alma de la fiesta podrían aseverarlo quienes viajaron con ellos en las excursiones programadas. Decía, y he de creerlo, que mi nombre se lo debo  al contrato verbal que firmó una Semana Santa al procesionar a Jesús el Nazareno. Su labor de costalero tuvo en mí su recompensa. Por eso a veces, ahora que la vida me ha colocado en esta parte del burladero, me pregunto si seré capaz de dejar como legado a mis hijas un compendio de ejemplos que les puedan  al menos guiar. No para que actúen como nosotros queremos, no. Su vida les pertenece y han de saberla vivir, con errores, aciertos, fracasos,… Sino para que cada vez que vuelva a asomarse un diecinueve de Marzo, sonrían, y se digan a sí mismas que son unas afortunadas por haber tenido a un padre como yo. Ellas saben de sobra que sus aciertos les pertenecerán  del mismo modo que sus errores serán culpa nuestra. Quizás dentro de unos años, se encarguen de relatar a los relevos de la sangre, las mil y una anécdotas que han conseguido hacerme, después de haber sido hijo,  el padre más feliz del mundo. Y ahora os dejo. Acaban de sonar en mi recuerdo las cinco, los alguacilillos abren la tarde y mi padre ya ocupa su localidad. Esta vez le acompañamos todos. 
 
 

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