La sala
de exámenes
Era el aula de estudio
común la que se convertía en aula de exámenes. Con suficiente separación entre
pupitres éramos colocados al gusto del profesor para evitar tentaciones
peligrosas. Así que si era don Carlos el examinador, las súplicas a Santa
Bárbara se hacían necesarias y si no llovía, al menos, que hubiesen truenos.
Porque sí, en efecto, entre los truenos el bueno de don Carlos era incapaz de
distinguir qué voz se alzaba en mitad del examen para oficiar como pregonero de
resultados. Era cuestión de colocar a Castro en el epicentro de la sala y que
su torrente de voz se encargase del resto. Garijo se encargaría de controlar la
puerta por si acudía algún otro oído vigilante, y caso de aproximarse, dar la
voz de alarma. De nada servía que los libros se amontonasen sobre la tarima. No
hacían falta ni siquiera los programas para acertar con las respuestas. A modo
de despiste se pactaba el número de aciertos dejando al benefactor y a alguno
más no necesitado de ayuda, el honor de las notas máximas en el examen. Y caso
de no presentarse un día tormentoso, aquellos aprendices de ventrílocuos,
dictaban resultados desde las entrañas a los
oyentes ávidos. Pero caso de ser don Juan, el ínclito don Juan, el
examinador, esa táctica no servía. Su oído era más sensible que el de los
murciélagos y la táctica variaba. De modo que aquel libro de Ciencias de la
Naturaleza de cincuenta y dos temas que iba para examen final, necesitaba de
otros planes. Así, las infinitas preguntas, el enorme tomo fueron transcritas a
puño y letra durante las semanas previas en hojas de examen. Los blocs se
agotaron, los bolígrafos bics pidieron árnica y todo el temario se apiló bajo
los jerséis a modo de faja a la espera de ser solicitados. Cada folio, una
pregunta independientemente de su longitud, y en el estuche el índice a seguir
para puntearte sobre la barriga y dar con el folio correcto. Mientras, los
tomos reposaban también sobre la tarima y guardaban silencio sobre lo que
estaban viendo. Por cierto, don Juan no se sorprendió al ver cómo sudorosos en
aquella tarde de Mayo no nos desprendíamos de los abrigos que intentaban
disimular nuestras barrigas ficticias engordadas de respuestas. El libro en cuestión llevaba la imagen de un
flamenco sonrosado en la portada, no sé si por propia naturaleza o por el rubor
ante tal copiada general.
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