lunes, 2 de marzo de 2015


 

      La sala de exámenes

Era el aula de estudio común la que se convertía en aula de exámenes. Con suficiente separación entre pupitres éramos colocados al gusto del profesor para evitar tentaciones peligrosas. Así que si era don Carlos el examinador, las súplicas a Santa Bárbara se hacían necesarias y si no llovía, al menos, que hubiesen truenos. Porque sí, en efecto, entre los truenos el bueno de don Carlos era incapaz de distinguir qué voz se alzaba en mitad del examen para oficiar como pregonero de resultados. Era cuestión de colocar a Castro en el epicentro de la sala y que su torrente de voz se encargase del resto. Garijo se encargaría de controlar la puerta por si acudía algún otro oído vigilante, y caso de aproximarse, dar la voz de alarma. De nada servía que los libros se amontonasen sobre la tarima. No hacían falta ni siquiera los programas para acertar con las respuestas. A modo de despiste se pactaba el número de aciertos dejando al benefactor y a alguno más no necesitado de ayuda, el honor de las notas máximas en el examen. Y caso de no presentarse un día tormentoso, aquellos aprendices de ventrílocuos, dictaban resultados desde las entrañas a los  oyentes ávidos. Pero caso de ser don Juan, el ínclito don Juan, el examinador, esa táctica no servía. Su oído era más sensible que el de los murciélagos y la táctica variaba. De modo que aquel libro de Ciencias de la Naturaleza de cincuenta y dos temas que iba para examen final, necesitaba de otros planes. Así, las infinitas preguntas, el enorme tomo fueron transcritas a puño y letra durante las semanas previas en hojas de examen. Los blocs se agotaron, los bolígrafos bics pidieron árnica y todo el temario se apiló bajo los jerséis a modo de faja a la espera de ser solicitados. Cada folio, una pregunta independientemente de su longitud, y en el estuche el índice a seguir para puntearte sobre la barriga y dar con el folio correcto. Mientras, los tomos reposaban también sobre la tarima y guardaban silencio sobre lo que estaban viendo. Por cierto, don Juan no se sorprendió al ver cómo sudorosos en aquella tarde de Mayo no nos desprendíamos de los abrigos que intentaban disimular nuestras barrigas ficticias engordadas de respuestas.  El libro en cuestión llevaba la imagen de un flamenco sonrosado en la portada, no sé si por propia naturaleza o por el rubor ante tal copiada general. 

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