Las oraciones en la
escalera
Después
de las múltiples horas de clases, patios y demás, una hora de estudio final
cerraba la jornada. Salvo que el cura encargado de la vigilancia no decidiese
prolongarlo, claro estaba. Si así lo hacía el sueño se anticipaba a los
párpados y allí aguardábamos a que su caprichosa espera terminase. Aún sigo
viendo la sonrisa entre aquellos mofletes regocijándose ante el tormento sin
motivo alguno. Y llegaba de momento de ascender a los dormitorios. Allí, antes
de acceder a los mismos, nos apoyábamos sobre la pared que abrigaba a la
escalera de caracol y esperábamos el momento de cierre con la oración
preceptiva. Nuca se borrarán de mi memoria aquellas escasas ocasiones en las
que el fallecimiento de algún familiar venía a recibirlas en nombre de todos.
Si de por sí ya era suficiente pena estar alejados de los tuyos, el hecho de
recibir la noticia luctuosa, aumentaba el dolor. No recuerdo su nombre por
pertenecer a cursos superiores, pero a uno de los internos, el abatimiento le
vino de esa manera. Un hermano suyo, menor que él, había fallecido de
meningitis dijeron. En ese momento por mayor o menor fe que te moviese, la
solidaridad se mostraba voluntaria y por más que las palabras faltasen el
sentimiento común se enlutaba. Era
tiempos en los que la correspondencia por carta semanal nos unía a los nuestros
y las conferencias a cobro revertido los jueves por la tarde colapsaban la
centralita de la cuesta. Por eso la recepción de una llamada fuera de horario
en el colegio anticipaba pesimismos y no eran bienvenidas. Éramos tallos en
pleno crecimiento y la hoz de la muerte nos era extraña o así la solicitábamos.
Aquellos que redujimos nuestra convivencia familiar por motivos de estudio a un
tercio de los años, sabemos qué significa vivir en esa inquietud. Fueron años de anteponer razones a emociones y nunca fue más palpable la dilución del mal
de muchos en el consuelo de todos. En aquel pasamano de madera que ascendía dos
pisos, las huellas de las oraciones mantenían la callada esperanza de no ser
nunca el objeto de dedicatoria de las mismas al terminar la jornada que restaba
jornadas a nuestra estancia en el colegio. Nadie quiso ser consciente de la
soledad acompañada, porque hacerlo
habría demostrado claramente nuestra
debilidad y eso no era permisible entre aquellos proyectos de hombres
que éramos nosotros. Jesús(defrijan)
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