sábado, 28 de marzo de 2015


 

   Las oraciones en la escalera
Después de las múltiples horas de clases, patios y demás, una hora de estudio final cerraba la jornada. Salvo que el cura encargado de la vigilancia no decidiese prolongarlo, claro estaba. Si así lo hacía el sueño se anticipaba a los párpados y allí aguardábamos a que su caprichosa espera terminase. Aún sigo viendo la sonrisa entre aquellos mofletes regocijándose ante el tormento sin motivo alguno. Y llegaba de momento de ascender a los dormitorios. Allí, antes de acceder a los mismos, nos apoyábamos sobre la pared que abrigaba a la escalera de caracol y esperábamos el momento de cierre con la oración preceptiva. Nuca se borrarán de mi memoria aquellas escasas ocasiones en las que el fallecimiento de algún familiar venía a recibirlas en nombre de todos. Si de por sí ya era suficiente pena estar alejados de los tuyos, el hecho de recibir la noticia luctuosa, aumentaba el dolor. No recuerdo su nombre por pertenecer a cursos superiores, pero a uno de los internos, el abatimiento le vino de esa manera. Un hermano suyo, menor que él, había fallecido de meningitis dijeron. En ese momento por mayor o menor fe que te moviese, la solidaridad se mostraba voluntaria y por más que las palabras faltasen el sentimiento común se enlutaba.  Era tiempos en los que la correspondencia por carta semanal nos unía a los nuestros y las conferencias a cobro revertido los jueves por la tarde colapsaban la centralita de la cuesta. Por eso la recepción de una llamada fuera de horario en el colegio anticipaba pesimismos y no eran bienvenidas. Éramos tallos en pleno crecimiento y la hoz de la muerte nos era extraña o así la solicitábamos. Aquellos que redujimos nuestra convivencia familiar por motivos de estudio a un tercio de los años, sabemos qué significa vivir en esa inquietud.  Fueron años de anteponer razones a emociones  y nunca fue más palpable la dilución del mal de muchos en el consuelo de todos. En aquel pasamano de madera que ascendía dos pisos, las huellas de las oraciones mantenían la callada esperanza de no ser nunca el objeto de dedicatoria de las mismas al terminar la jornada que restaba jornadas a nuestra estancia en el colegio. Nadie quiso ser consciente de la soledad acompañada,  porque hacerlo habría demostrado claramente nuestra  debilidad y eso no era permisible entre aquellos proyectos de hombres que éramos nosotros.

Jesús(defrijan)

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