domingo, 30 de noviembre de 2014


      El pecado de sentir

Sí, creo que es realmente así como se considera, el sentimiento.  Desde cualquier punto cardinal que se sienta fiscal del mismo, le llegarán todo tipo de alegatos en contra con los que se argumentarán razones encaminadas a losar con el hormigón de la tristeza  a quien se atreva a erigirse como abanderado del mismo. Y todo se hará desde el convencimiento absurdo que la envidia, la timidez, la cobardía o cualquier otra rémora expenda a la corriente del río corriente que fluye entre tibiezas. Nos hemos empeñado en empañar el brillo de unos ojos, la luminosidad de una mirada, la belleza de una sonrisa, sometiéndonos a la norma. Y nada debe ser más anormal que el cumplimiento de esa norma que penaliza a las emociones, que castra a las ilusiones, que entierra a las esperanzas.  Vivimos rodeados de seres negros que en un esfuerzo supremo se disfrazan de grises para disimular su propia penuria y ellos mismos son los que deberían ser capaces de teñirse su propia piel con los colores del optimismo. Nada se reprocha al abuso explotador de quien recoge beneficios a costa ajena en esta sociedad carroñera con sus hijos. Poco se reclama a la justicia cuando se ve a todas luces su falta de equilibrio por más que las legislaciones quieran extender la cruz sobre la que dar crédito. Y en cambio, contra el sentir el ensañamiento aparece como convidado de piedra al que nunca se espera. Decid si no cómo se catalogaría a quien fuese capaz de regalar una abrazo, un beso, una palabra amable al primer desconocido con el que se cruzase. Como mínimo se le tildaría de imbécil, o loco o demente. Quizás obtuviese la recompensa de una sonrisa que pocas veces sería sincera. Sonaría a precaución tal hecho y quien la lanzase le pondría el sello de la lástima a tal misiva sin remite. He visto al pudor vestirse de adulto cuando el imberbe rechazaba un beso de su progenitor por el qué dirán. He visto mordazas a la espontaneidad por el recato que nadie dictó pero todos asumieron. He visto, y por desgracia seguimos viendo, cómo los párpados se visten de bolsas en las que lágrimas no derramadas han solidificado al llanto.  Por eso, y por alguna razón más que se me escapa, pienso seguir pecando si el sentimiento llama a mi puerta. Puede que la penitencia no sea merecedora del trono al que la hemos encumbrado como soberana madrastra del más infame de los cuentos que siempre acaban mal.

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