La senda de dos perdedores
Reconoció en
la singularidad de aquel título que le
vino a la memoria el rótulo que bien podría lucir su propio friso. No, no era
exactamente gemela la vida del protagonista con la suya. A él los éxitos se le
multiplicaban a modo de panes y peces que rebosaban su despensa de oropeles
envidiados. Viva imagen del triunfo que se expone a ojos ajenos como muestra de
logros conseguidos en esa etapa en la que el camino de vuelta es
más breve que el ya pisado. El trazado halagüeño creyó ser diseñado para conseguir
aquello que era suyo y los incentivos materiales no suponían ningún reto
insalvable. De modo que sus jornadas se escribían con el epílogo de la satisfacción tras los
humos que cubrían sus pensamientos tras la mesa atiborrada con los informes
transcritos de las resoluciones propuestas. Miró con desgana el portarretratos
que ocupaba la esquina derecha de la caoba y con ironía se sonrió. Accedió al
teléfono y marcó el número memorizado para inventarse una nueva excusa con la
que justificar su tardanza. Se engañaba al pensar en la veracidad de su propia mentira y se
cercioraba de la reciprocidad al escuchar desde el otro lado el falso dolor de
quien fingía extrañarlo. Una comedia absurda que solía representarse más a
menudo de lo que una vez supusieron nunca
pasaría. Sabía que las escenas cambiaban de protagonistas cuando las
explicaciones le llegaban de la otra parte vestidas con los mismos atuendos que
la falsedad pespunta. El acuerdo tácito en el que la discreción burguesa se
escondía llevaba la rúbrica de la
desgana rayana al desprecio. Vivían en la falsedad de los regalos envueltos en
fechas que nada significaban y en las fugacidades de los besos ni queridos ni
soñados. Las dagas de los reproches hacía tiempo que se habían oxidado con las
sangres de las heridas no cicatrizadas. Ambos caminaban en paralelo
procurándose zancadillas a las que teñían de involuntariedad. Así respiraba
aquel atardecer mientras las nicotinas invadían sus desencantos. En el pasillo
de enfrente, la turbina anunciaba el fin de sus pensamientos. Apagó a las
brasas sobre el cenicero, se ajustó la corbata, se cruzó la gabardina y marcó
de nuevo. Una voz le recibió y a esa voz encaminó sus pasos al cruzar la
avenida cuando el verde relegó al rojo. En el extrarradio, los cabellos de quien
fingiese sorpresa se atusaban mientras otra cita concertaba para la mañana
siguiente. Esta noche, una senda de perdedores triunfantes, comenzaba a regarse
de nuevo bajo la lluvia del cinismo, en ambos sentidos, sobre los carriles
paralelos de engaño palpable.
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