domingo, 30 de noviembre de 2014


    Los roquetes

Llegó el relevo con don Emilio y con él llegaron las nuevas propuestas de monaguillos. Quiero pensar que las devociones de nuestras madres fueron las impulsoras de tales vocaciones y que de nosotros sólo nació el deseo de figurar en las obras teatrales que las festividades religiosas sacaban a la luz. De modo que nos prestamos a ser maniquíes sobre  los que tomar medidas para que los fieltros rojos y algodones blancos expandiesen santidades en tan angelicales criaturas. Estrenamos los impolutos roquetes y fueron a descansar a la percha personalizada de la sacristía al acabar la misa mayor de las doce que todos los domingos congregaba a las almas. Así pues, una semana después de repetir la escena, llegó el momento de darles un bautismo de jabón a semejantes atuendos. Cada cual se lo llevó a su casa, y a los pocos días volvieron a  lucir estampa colgados de nuevo sobre la pared este del santo lugar. Llegó el siguiente domingo y el milagro tomó cuerpo. Todos, sin excepción, habíamos crecido unos veinte centímetros. Los hasta entonces ignorados zapatos pasaban a cobrar protagonismo ante la longitud de las piernas aumentadas. Quizás las oraciones  tenían su recompensa y en el deseo de alcanzar la Gloria empezaban a elevarse nuestras almas dejando atrás a los hábitos rojizos. Nos miramos, y nadie supo descifrar el quinto misterio que a nuestros pies se mostraba. Ni siquiera los más bajitos habíamos menguado en tal crecimiento y dedujimos que la fe justificaría todo lo injustificable. Ni siquiera el hurto de las formas sin consagrar ni los brindis del vino aún no convertido en sangre resultaron ser acciones penalizadas desde allá arriba y puede que una sonrisa socarrona mirase para otro lado. Ahí empezamos a dar paso al raciocinio y dejamos a un lado la credulidad ciega que tantas preguntas dejaba sin responder. Bien es cierto que cada vez que pasábamos la hucha cilíndrica que un candado custodiaba hacíamos recuento mental de las aportaciones que  llegarían para la mejora del templo. Y mientras, unos sobre el altar, otros sobre las escaleras y otros sobre la nave, celebrando la inmediata llegada de la hora del aperitivo.  Pasarían unas horas hasta que Alfredo se convirtiese en capitán del equipo, Isidoro en el defensa aguerrido, Juan Ángel en el portero risueño, Toni en el lanzador de faltas, José Emilio en el rápido extremo, Artemio en el anárquico todo terreno, Ignacio en el elegante mediocampista…. La tarde de domingo se ofrecía y no era cuestión de dejarla pasar. Hacía horas que los hábitos reposaban en los lavaderos esperando su turno para ser de nuevo indultados de sus pecados. Ellos dejaron de encoger y nosotros de creer sin entender.   

No hay comentarios:

Publicar un comentario