Los
roquetes
Llegó el relevo con don Emilio
y con él llegaron las nuevas propuestas de monaguillos. Quiero pensar que las
devociones de nuestras madres fueron las impulsoras de tales vocaciones y que
de nosotros sólo nació el deseo de figurar en las obras teatrales que las
festividades religiosas sacaban a la luz. De modo que nos prestamos a ser
maniquíes sobre los que tomar medidas
para que los fieltros rojos y algodones blancos expandiesen santidades en tan
angelicales criaturas. Estrenamos los impolutos roquetes y fueron a descansar a
la percha personalizada de la sacristía al acabar la misa mayor de las doce que
todos los domingos congregaba a las almas. Así pues, una semana después de
repetir la escena, llegó el momento de darles un bautismo de jabón a semejantes
atuendos. Cada cual se lo llevó a su casa, y a los pocos días volvieron a lucir estampa colgados de nuevo sobre la
pared este del santo lugar. Llegó el siguiente domingo y el milagro tomó
cuerpo. Todos, sin excepción, habíamos crecido unos veinte centímetros. Los
hasta entonces ignorados zapatos pasaban a cobrar protagonismo ante la longitud
de las piernas aumentadas. Quizás las oraciones tenían su recompensa y en el deseo de alcanzar
la Gloria empezaban a elevarse nuestras almas dejando atrás a los hábitos
rojizos. Nos miramos, y nadie supo descifrar el quinto misterio que a nuestros
pies se mostraba. Ni siquiera los más bajitos habíamos menguado en tal
crecimiento y dedujimos que la fe justificaría todo lo injustificable. Ni
siquiera el hurto de las formas sin consagrar ni los brindis del vino aún no
convertido en sangre resultaron ser acciones penalizadas desde allá arriba y
puede que una sonrisa socarrona mirase para otro lado. Ahí empezamos a dar paso
al raciocinio y dejamos a un lado la credulidad ciega que tantas preguntas
dejaba sin responder. Bien es cierto que cada vez que pasábamos la hucha cilíndrica
que un candado custodiaba hacíamos recuento mental de las aportaciones que llegarían para la mejora del templo. Y mientras,
unos sobre el altar, otros sobre las escaleras y otros sobre la nave,
celebrando la inmediata llegada de la hora del aperitivo. Pasarían unas horas hasta que Alfredo se
convirtiese en capitán del equipo, Isidoro en el defensa aguerrido, Juan Ángel
en el portero risueño, Toni en el lanzador de faltas, José Emilio en el rápido
extremo, Artemio en el anárquico todo terreno, Ignacio en el elegante
mediocampista…. La tarde de domingo se ofrecía y no era cuestión de dejarla
pasar. Hacía horas que los hábitos reposaban en los lavaderos esperando su
turno para ser de nuevo indultados de sus pecados. Ellos dejaron de encoger y
nosotros de creer sin entender.
Jesús (http://defrijan.bubok.es)
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